lunes, 27 de septiembre de 2010

LOS HERMANOS DEL RICO EPULON

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Hoy, domingo 26 de septiembre, el Evangelio de la Misa es la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc XVI, 19-31). Pero sabemos que también el Evangelio de Juan habla de un enfermo, llamado Lázaro (Jn XI, 1), el hermano de Marta y María, al que Jesús resucitó (Jn XI, 43-44). Seguramente, nunca hemos pensado que el Lázaro del Evangelio de Lucas y el Lázaro del Evangelio de Juan no son dos personajes distintos, sino que son el mismo individuo o, mejor dicho, son el mismo símbolo, que prolonga y completa la misma enseñanza. De forma que el Lázaro de Juan es el complemento final de una lección estremecedora, que empieza en la parábola de Lucas.
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El relato de Lucas dice que el rico epulón se murió y fue a parar "al lugar de los muertos, en medio de tormentos" (Lc XVI, 23), mientras que a Lázaro, que también murió, lo llevaron los ángeles "al seno de Abrahán" (Lc XVI, 22). Esta "historia" termina diciendo que el rico atormentado le suplicaba a Abrahán que, por lo menos, enviara a Lázaro para decir a sus hermanos que cambiaran de vida y así evitarían la condenación. A lo que Abrahán contestó: "Tienen a Moisés y a los Profetas, que los escuchen" (Lc XVI, 29). Pero el rico insistió: "No, padre Abrahán, si un muerto resucita, se convertirán". A lo que respondió Abrahán con la respuesta más dura que uno se puede imaginar: "Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite un muerto, no se convertirán" (Lc XVI, 30-31). O sea, el que está instalado en la vida y tiene una buena posición, aunque resucite un muerto y venga a decirle que debe cambiar, haciendo caso a la Palabra de Dios, ése no cambia. Es más, hace lo que sea necesario para no cambiar.
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Pues bien, el muerto resucitó: Lázaro volvió a este mundo (Jn XI, 1-46). Y el Evangelio de Juan completa la parábola con un final dramático: el muerto resucitado, en vez de motivar a los instalados a repensar la vida que llevaban y el poder que tenían, la decisión urgente que tomaron fue matar también a Jesús. Así termina el cuarto Evangelio el relato de Lázaro (Jn XI, 47-63).
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La parábola de Lucas tiene un significado social tremendo. El Lázaro de Juan prolonga y completa al de Lucas, llegando a una conclusión sobrecogedora. El rico Epulón es el sistema de los "satisfechos del dinero", a los que no les importa que los hambrientos se mueran en el portal de su casa. Los hermanos del rico Epulón son los "satisfechos de la religión", los dirigentes del sistema religioso, que, si se ven amenazados en su poder y privilegios, rechazan y matan a Jesús (Jn XI, 53) y no dudan en matar también a Lázaro porque no soportan que la gente se vaya con Jesús y tome en serio el Evangelio (Jn XII, 10-11).
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Esta historia sigue adelante en este momento. Los "satisfechos del dinero", lo mismo que los "satisfechos de la religión", ni le hacen caso al Evangelio, ni están dispuestos a cambiar aunque los muertos salgan de sus tumbas y vengan a decirles que se van a condenar. El sistema no cambia: ni el sistema económico, ni el sistema religioso. Los que tenemos que cambiar (si es que no estamos integrados en el sistema) somos nosotros. Porque, desde abajo, con la fuerza de nuestras convicciones evangélicas y la honradez de nuestras vidas, es como únicamente podemos conseguir que la gente escuche a los profetas. Sólo así lograremos que la vida vaya cambiado. Y cambiará.
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domingo, 26 de septiembre de 2010

NO IGNORAR AL QUE SUFRE (Lucas XVI, 19-31)

por José Antonio Pagola
(Licenciado en Teología - Sacerdote)
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¿Podemos seguir mirando hacia otro lado mientras la pobreza se extiede por el mundo, cuando un necesitado se nos acerca?
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El contraste entre los dos protagonistas de la parábola es trágico. El rico se viste de púrpura y de lino. Toda su vida es lujo y ostentación. Sólo piensa en “banquetear espléndidamente cada día”. Este rico no tiene nombre pues no tiene identidad. No es nadie. Su vida vacía de compasión es un fracaso. No se puede vivir sólo para banquetear.
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Echado en el portal de su mansión yace un mendigo hambriento, cubierto de llagas. Nadie le ayuda. Sólo unos perros se le acercan a lamer sus heridas. No posee nada, pero tiene un nombre portador de esperanza. Se llama Lázaro o Eliezer, que significa “Mi Dios es ayuda”.
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Su suerte cambia radicalmente en el momento de la muerte. El rico es enterrado, seguramente con toda solemnidad, pero es llevado al “Hades” o “reino de los muertos”. También muere Lázaro. Nada se dice de rito funerario alguno, pero “los ángeles lo llevan al seno de Abrahán”. Con imágenes populares de su tiempo, Jesús recuerda que Dios tiene la última palabra sobre ricos y pobres.
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Al rico no se le juzga por explotador. No se dice que es un impío alejado de la Alianza. Simplemente, ha disfrutado de su riqueza ignorando al pobre. Lo tenía allí mismo, pero no lo ha visto. Estaba en el portal de su mansión, pero no se ha acercado a él. Lo ha excluido de su vida. Su pecado es la indiferencia.
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Según los observadores, está creciendo en nuestra sociedad la apatía o falta de sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Evitamos de mil formas el contacto directo con las personas que sufren. Poco a poco, nos vamos haciendo cada vez más incapaces para percibir su aflicción.
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La presencia de un niño mendigo en nuestro camino nos molesta. El encuentro con un amigo, enfermo terminal, nos turba. No sabemos qué hacer ni qué decir. Es mejor tomar distancia. Volver cuanto antes a nuestras ocupaciones. No dejarnos afectar.
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Si el sufrimiento se produce lejos es más fácil. Hemos aprendido a reducir el hambre, la miseria o la enfermedad a datos, números y estadísticas que nos informan de la realidad sin apenas tocar nuestro corazón. También sabemos contemplar sufrimientos horribles en el televisor, pero, través de la pantalla, el sufrimiento siempre es más irreal y menos terrible. Cuando el sufrimiento afecta a alguien más próximo a nosotros, no esforzamos de mil maneras por anestesiar nuestro corazón.
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Quien sigue a Jesús se va haciendo más sensible al sufrimiento de quienes encuentra en su camino. Se acerca al necesitado y, si está en sus manos, trata de aliviar su situación.
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sábado, 25 de septiembre de 2010

¿QUIEN TIENE (O DEBE TENER) EL PODER SUPERMO EN EL GOBIERNO DE LA IGLESIA?

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Estos días se habla del gran Festival de teatro de Aviñón. Entre otras razones, porque está llamando poderosamente la atención la puesta en escena que el director suizo Christoph Marthaler está realizando con su espectáculo Papperlapapp, algo así como un blablablá en alemán. Como era de esperar, el espectáculo ridiculiza el boato, el lujo, las ambiciones y las intrigas de los papas de Aviñón, que provocaron el Gran Cisma, desde 1378 hasta 1417.
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Esta historia es bien conocida y no es éste el momento de repetirla. Lo que quiero destacar aquí es que, una vez más, la historia y el arte escénico nos recuerdan hechos dolorosos, que fomentan (pretendiéndolo o no) lo ridículo y vergozoso que hay en la larga historia de la Iglesia, al tiempo que se nos pasa inadvertido el problema de fondo, el enorme e irresuelto problema, que vino a plantear (a la Iglesia y su teología) aquel cisma.
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Se trata, en efecto, de un problema de enorme actualidad. Porque lo que el Gran Cisma planteó fue nada menos que el problema que consiste en saber quién tiene (o debe tener) el poder supremo y la responsabilidad última en el gobierno de la Iglesia. Un asunto que, por más extraño que parezca, a estas alturas está sin resolver, si hablamos de ello desde el punto de vista de la teología (y de la fe), por más que jurídicamente esté resuelto a favor del poder del papado.
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Me explico. Lo que la historia de los papas de Aviñón planteó es que, un buen día, la Iglesia se encontró con dos Papas. Y, a partir de junio de 1409, con tres. Nadie sabía, ni podía saber, si había o no había Papa en la Iglesia. Y si lo había, quién era el verdadero, ya que los tres reclamaban para sí el poder supremo. ¿Conclusión? Un autor del tiempo, Thierry de Niem, la dedujo de inmediato: “En esta Iglesia y en su fe, se puede salvar cualquier ser humano, por más que en el mundo entero no se pueda encontrar Papa alguno”.
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Ahora bien, estando así las cosas, urgía buscar una solución. El Papado no podía darla. La salida del atolladero no se podía encontrar nada más que en el Episcopado. Y así se hizo: se convocó el Concilio de Constanza (1414-1418) que afirmó que el poder supremo en la Iglesia está en el Concilio General, es decir, en el Episcopado, al que se tenía que someter incluso el Papa. Así pues, los tres presuntos papas quedaron depuestos y se puso uno nuevo.
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Esta misma solución fue reafirmada, en 1431, en el Concilio de Basilea. De donde surgió la teología del Conciliarismo. Pero sabemos que el Papado no podía tolerar una situación así por mucho tiempo. De ahí que, en 1439, el Concilio de Florencia definió taxativamente: “La Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice tienen el primado sobre la Iglesia universal”.
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Pues bien, después de estos hechos, lo que quedó claro es que el Papado tiene el poder supremo en la Iglesia. Pero no sólo el Papado. También el Epicopado es sujeto de suprema potestad, como lo reconoció y lo afirmó el Concilio Vaticano II (LG 22). Pero, entonces, ¿qué relación tiene que existir entre ambos sujetos de poder? El Vaticano II no pudo dar respuesta a esta pregunta. Y lo que ocurrió es que lo que “teológicamente” no quedó resuelto por el Concilio, el Papa Juan Pablo II lo resolvió “jurídicamente” mediante el Código de Derecho Canónico (can. 331; 333, 2; 337).
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El hecho es que todo el régimen y funcionamiento de la Iglesia está construido sobre una “eclesiología incompleta”. No sólo por lo que acabo de explicar sobre el papel del Episcopado, sino algo más radical: ¿qué papel, qué derechos y qué deberes tiene en todo este asunto el Laicado, la “Comunidad de los creyentes”? Nos queda mucho camino por andar. Y sobre todos recae la responsabilidad de buscar, con libertad y responsabilidad, cómo tiene que organizarse y gtestionarse en la Iglesia el ejercicio del poder, para que sea un poder auténticamente evangélico, que dé respuesta a las apremiantes necesidades de nuestro mundo.
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¿UNA IGLESIA DE LAICOS?

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Con frecuencia se habla de la crisis del clero: cada día hay menos sacerdotes, y los que van quedando, envejecen, se enferman…; además, las vocaciones descienden más y más. Otro tanto hay que decir de los religiosos y religiosas, de forma que las órdenes y congregaciones religiosas se van reduciendo y muchas de ellas están abocadas a desaparecer.
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Por otra parte, es comprensible que, en una situación de crisis como la actual, los clérigos que van quedando, resulta inevitable que, de día en día, se sientan menos motivados, con menos inciativas y con menos fuerzas. Es ley de vida.
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Pero, tal como están las cosas en la Iglesia, más que de crisis del clero, tendríamos que hablar de fracaso del clero. Porque el problema más serio no está en el “futuro del clero”, sino en el “pasado de clero”. Digo que el problema más serio está en el pasado del clero porque, en este momento, los países en los que secularmente ha habido más vocaciones, más sacerdotes, más religiosos/as, son ahora precisamente los países en los que la crisis del cristianismo es más profunda.
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Mientras que los países que, durante siglos, tenían que mantenerse gracias a los misioneros/as que, iban de los países de más larga tradición cristiana, son en este momento los países que tienen diócesis, parroquias y comunidades cristianas con más esperanzadora vitalidad. Por eso abundan las personas que están persuadidas de que el futuro del cristianismo está en los países que, hasta hace dos o tres décadas, eran los llamados “países de misión”. Es decir, los países que necesitaban importar clero de Europa y de Estados Unidos.
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Dando un paso más, creo que hay datos suficientes para pensar que la raíz de este problema no está en la “falta de generosidad” de los jóvenes. Si este asunto se piensa despacio, pronto se da uno cuenta de que la raíz de la crisis está en que el clero es una institución inadaptada. Y que, además, no es fácil que se pueda adaptar a la cultura y a la sociedad en que vivimos.
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Si pensamos en la formación intelectual, que reciben los clérigos, y en la espiritualidad que tienen que asumir, pronto se comprende que, ni la mentalidad de los hombres de Iglesia, ni los compromisos que tienen que vivir, los capacitan para poder ser un colectivo de personas que tengan una posibilidad (real y concreta) para influir en la gran mayoría de la gente. El clero es, y será, una institución cada día más marginal en la sociedad del presente y del futuro.
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Los contenidos básicos de la teología de la Iglesia, tal como eso se sigue enseñando obligatoriamente en los seminarios, interesan cada día menos a la gran mayoría de la población que todavía se relaciona con las parroquias y conventos. Por otra parte, a los clérigos se les obliga a contraer unos compromisos (obediencia al obispo, celibato, votos de castidad, pobreza y obediencia) que, sin que sean plenamente conscientes los mismos clérigos, el hecho es que esa forma de pensar y esa forma de vivir les aleja del común de los mortales. De ahí que las ideas y el lenguaje de la Iglesia están cada día más ausentes de los problemas que vive la gente. Y de ahí también que por algo será que la forma clerical de vivir, si es asumida ahora por algunos jóvenes, resulta que se trata de jóvenes que, sin saber exactamente por qué, pero el hecho es que se trata de hombres que son más integristas, conservadores y hasta más fundamentalistas que los clérigos de edad.
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Por supuesto, que en todo esto hay excepciones y sería una falsedad y una injusticia generalizar y aplicar a todos los cléricos (jóvenes y mayores) este modelo de clérigo del que aquí estoy hablando. Eso no se puede hacer. Y no se puede hacer porque son muchos los hombres y mujeres que están dando lo mejor de sí mismos para que este mundo sea más habitable. Pero nadie me puede negar que, al decir estas cosas, estoy retratando una situación que es bastante real.
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Pues bien, con todos los matices que haya que ponerle a lo que digo aquí, una cosa me parece evidente: o pronto se produce un cambio milagroso, o podemos decir que la institución clerical ha enfilado el camino de su desaparición. Pero, ¡atención!, la Iglesia no es el clero. La Iglesia seguirá adelante. Pero será una Iglesia de laicos. Una Iglesia, por tanto, en la que los laicos asuman sus responsabilidades y vean como suya esta Iglesia que tiene su origen en un laico, Jesús.
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Y que nació, no como un clero dirigente de laicos, sino como un pueblo, una comunidad de comunidades en las que todos se veían como hermanos. Y todos corresponsables de anunciar y de vivir el mensaje de Jesucristo. Las formas concretas de organización y de gestión de esta “Iglesia de laicos” no estaban claras cuando nació la Iglesia. Tampoco lo están hoy. Pero, si en sus orígenes salió adelante, también saldrá ahora y en el futuro: a corto, medio y largo plazo.
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LA REFORMA DEL PAPADO

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Con ocasión de la festividad de San Pedro y San Pablo, parece pertinente decir algo sobre la reforma del Papado. Porque estoy convencido de que ese asunto es uno de los problemas más urgentes que tiene que afrontar la Iglesia Católica. Y, entre los problemas urgentes, el más grave de todos.
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La Iglesia Católica está organizada jurídicamente de tal manera que todo el ejercicio de la autoridad y el poder está concentrado en un solo hombre, el Papa (CIC, cc. 331; 333, párrafo 3; 1404; 1372). Además, según la Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano, art. 1º, el Romano Pontífice posee en plenitud los tres poderes del Estado, el legislativo, el judicial y el ejecutivo. Como bien saben los teólgos, estas características del Papado no pertenecen a la fe de la Iglesia.
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Es de Fe que el Obispo de Roma, sucesor de Pedro, es cabeza del Colegio Episcopal. Pero ese dato de la fe católica, se puede concretar y llevar a la práctica de muchas maneras. La forma actual del Papado es una de esas posibles maneras de ejercerlo. Pero no es la única. Ni que el Papado tenga que ejercerse, como se ejerce ahora, es una cuestión indiscutible. Por supuesto, que es discutible. Y, por tanto, mejorable. Entre otras razones, porque, tal como se ejerce en la actualidad, es un cargo que entraña una serie de inconvenientes que, si la cosa se piensa desapasionadamente, no resulta fácil entender por qué se mantiene tal como está.
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No es posible analizar detenidamente este complejo asunto en esta breve reflexión. Por eso, de momento al menos, me limito a hacer algunas propuestas concretas, que los católicos deberíamos pensar, discutir, y sosegadamente proponer soluciones a ellas.
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Concretamente:
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1) La elección del Papa debería hacerse de otra forma: no tiene por qué ser designado por los Cardenales, sino que la elección la podrían hacer mejor los Obispos de todo el mundo, por medio de las Conferencias Episcopales. Sería eso la mejor manifestación de la “colegialidad episcopal”, de la que habló el Concilio Vaticano II.
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2) El Papado no debería ser un cargo vitalicio. Sería muy conveniente que el Obispo de Roma ( y todos los obispos de la Iglesia) fueran designados por un tiempo limitado, por ejemplo seis años. En contra de esta posible decisión no se puede invocar la teología del “carácter” sacramental. Entre otras razones, porque en el concilio de Trento se afirmó la existencia del “carácter”, pero no se definió la naturaleza del “carácter”. Y por eso hay diversas teorías teológicas al respecto, todas ellas respetables. Por otra parte, el final de los Papas (cuando están o muy enfermos o muy ancianos) suele ser penoso y lleva consigo que el cargo esté prácticamente vacío durante tiempo.
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3) La Curia Vaticana tiene que ser reformada a fondo. Pero está visto que el Papa, por sí solo, no puede llevar a cabo tal reforma. Pablo VI, obedeiciendo al Concilio Vaticano II, intentó hacer esa reforma. Y fracasó. Por eso, tendrían que ser las Conferencias Episcopales las que, de acuerdo con el Papa, hicieran una reforma profunda, reorganizando la composición de la Curia, la designación de sus miembros y las competencias de cada cual.
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De momento, yo me daría por satisfecho si se acometieran estas tres cuestiones. Y, una vez dado ese paso, habría que avanzar en la dirección de descentralizar el ejercicio del poder papal, dando más participación en el gobierno de la Iglesia a los laicos. Lo que llevaría consigo superar un obstáculo muy fuerte que existe actualmente: la enorme ditancia, el asombroso alejamiento, que existe entre el Papado (y el Episcopado) y la casi totalidad de la sociedad. El Papa y los Obispos son “noticia”, pero no suelen ser “comunión” con lo que piensa, desea y necesita la enorme mayoría de la población, en cada país y en el mundo entero.
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Es urgente que los católicos nos pongamos a pensar en estas cosas. De no asumir esta responsabilidad, seguirán adelante los “servicios religiosos” que la gente “consume” en las iglesias. Lo que no sé si se mantendrá, por mucho tiempo, es la vitalidad de la fe en Jesucristo y la presencia de la luz del Evangelio en este mundo tan confuso y complicado. Un con un futuro tan inimaginable, incluso corto y medio plazo, que me da mucho que pensar ver a los niños pequeños. Cuando estas criaturas tengan cuarenta o cincuencta años, ¿cómo podrán vivir? ¿qué sociedad les espera? A la velocidad que van las cosas, nadie se sabe lo que se van a encontrar. Entre otras cosas, si se van a encontrar con la Iglesia de Jesucristo o con un curioso museo de antigüedades.
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"PIENSO QUE LA IGLESIA CATOLICA EN SU CONJUNTO HA TRAICIONADO A JESUS"

por Javier Domínguez
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"Jesús, el hijo de Dios, pasó haciendo el bien y nos enseño el camino.”
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He visitado asiduamente al Padre José María Diez Alegría en la residencia enfermería que tienen los jesuitas en Alcalá de Henares. Cuando cumplió los 97 años me comunicó algo que considero su testamento y he procurado recoger aquí respetando sus propias palabras, en cuanto lo permita mi memoria.
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"He cumplido noventa y siete años y esto es una barbaridad. No me gustaría llegar a los cien años, porque al cumplir cien años entras en una categoría de monstruos de la naturaleza en la que no me gustaría entrar. De todas maneras, si llego a los cien años, lo llevaré con humor. No hay que perder nunca el sentido del humor, el reírse de sí mismo. Siempre he tenido este sentido del humor, que es muy saludable: no tomarse muy en serio a sí mismo."
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"Yo no me quiero morir, ni tampoco quiero seguir viviendo. Lo que Dios quiera. Estoy en las manos de Dios. Como le digo yo: “cuando tú quieras, como tú quieras”. Yo preferiría morirme rápido, No quiero una agonía lenta y dolorosa, que hace sufrir a todos. Me han dicho que lo más rápido es un edema pulmonar. Yo tengo hecho un testamento vital en el que digo que no me prolonguen la vida artificialmente, que me dejen morir tranquilo y me pongan todos los tranquilizantes necesarios para morir tranquilo, aunque acorten la vida."
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"Esto es moralmente bueno según la doctrina católica y te lo digo yo que he sido profesor de moral en la Universidad Gregoriana. Estos del Opus y de los Legionarios de Cristo, que obligan a la gente a morir con dolor como Cristo, no sé cómo han leído el evangelio ni donde han estudiado moral. Cristo murió sufriendo porque unos malvados le torturaron y le crucificaron, pero él no quería que sus amigos murieran torturados."
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"Todo es un misterio. La vida es un misterio, la muerte es un misterio, Dios es un misterio. Nosotros no conocemos las cosas en sí mismas, sino que las interpretamos según nuestras categorías mentales. Nuestras ideas son “predicamentales”, como dicen los filósofos. Vivimos en un mundo “predicamental”, hoy diríamos un mundo virtual y en ese mundo nos movemos con toda soltura, pero no sabemos qué es el mundo en sí. Intuimos que hay una realidad “transcendente”, no predicamental."
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"A esta realidad transcendente, que llamamos Dios, no podemos llegar por razón razonante, que es predicamental. Yo creo que a Dios llegamos por lo que Kant llamaba la razón práctica, la razón moral, la razón emocional, en un “golpe de vista tembloroso”, que decía San Agustín. Así podemos llegar a Dios. Pero tenemos que saber que este conocimiento es un conocimiento “analógico”."
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"Como decía Santo Tomás todo lo que afirmemos de Dios, lo tenemos que negar al mismo tiempo. Puedo decir que Dios es bueno, pero al mismo tiempo tengo que decir que la palabra bueno, que es predicamental, no se puede aplicar a Dios; es otra cosa en la que entra algo de lo que yo entiendo por bueno. Todo es un misterio. Vivimos rodeados de misterio. Sin embargo yo tengo esperanza porque sé que estoy en los brazos de Dios, aunque Dios no tenga brazos. Como decía San Bernardo: “Dios tiene pies para que tú se los beses.” Todo es un misterio y tenemos que tratarlo como misterio."
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"Yo creo que Jesús de Nazaret no habría entendido las disquisiciones de los Concilios sobre si tenía dos naturalezas (divina y humana) y una sola persona divina. Es un misterio, en el que yo creo, incluso en la resurrección. Jesús, el hijo de Dios, pasó haciendo el bien y nos enseño el camino. Lo principal de su mensaje es la opción por los pobres. No nos juzgará por nuestra fe o nuestros ritos sino por si dimos de comer al hambriento o no le dimos de comer. Estoy totalmente de acuerdo con la teología de la liberación ."
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"Finalmente pienso que la Iglesia Católica en su conjunto ha traicionado a Jesús. Esta Iglesia no es lo que Jesús quiso sino lo que han querido a lo largo de la historia los poderosos del mundo. Estas son las ideas que ahora tengo, sordo y medio ciego, esperando la muerte con mucha esperanza y con mucho humor."
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IGLESIA CIRCULAR

por Rafael Fernando Navarro
(Filósofo)
La Iglesia empieza y termina en sí misma. El círculo, por definición, encierra sólo una oquedad en su interior. Nada existe más allá de sus límites ni dentro de ellos. El derecho, el dogma, los mandamientos, la confusión entre tradición y hábitos de autoprotección, el orgullo de la infalibilidad como postura definitiva e inmovilista, la tergiversación de servicio y mando en plaza, de fraternidad y jerarquía de mando, de disponibilidad con absolutismo, hacen que la Iglesia gire sobre sí misma, ejerciendo una fuerza centrípeta hacia todo aquello que no pertenece a su autosuficiencia, despreciando la búsqueda humana como camino hacia la plenitud.
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L’Osservatore Romano se dedica a insultar a José Saramago en un artículo publicado con ocasión de su muerte. “Un populista extremista como él, que se había hecho cargo del por qué del mal en el mundo, debería haber abordado en primer lugar el problema de todas las erróneas estructuras humanas, desde las histórico-políticas a las socio-económicas, en vez de saltar a por el plano metafísico”, escribe Claudio Toscani .
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Esta Iglesia circular es incapaz de admitir el compromiso asumido por el Premio Nobel con el momento histórico que le tocó vivir. Su defensa de los más pobres, su enfrentamiento con las guerras y con los que hacen de ellas un negocio mercantil a cambio de sangre, con los que las declaran para disfrutar de un monolito en la historia. Su beligerancia contra un capitalismo alimentado y sobrealimentado con la pobreza de la humanidad. Su palabra alzada contra la injusticia, su denuncia permanente y vigorosa contra los que pisotean por sistema los derechos humanos. Nada de esto merece el reconocimiento agradecido de una Iglesia que afirma estar vocacionalmente volcada hacia los pobres y desheredados del mundo.
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Es triste. Pero no resulta extraña esta visión circular, endogámica y ciega de la Iglesia. Se cumple por estas fechas el aniversario de la muerte de otro auténtico profeta del mundo actual: Vicente Ferrer. Diversas organizaciones civiles trabajan para que se le otorgue el Nobel de la Paz. Ni cuando murió ni ahora se ha oído una voz episcopal alegrándose de la existencia de Vicente. Estorban los auténticos testigos del evangelio. Siempre fueron molestos los profetas. Presencias incómodas que gritan desde su escondida humildad contra una Iglesia cuadriculada en cánones indiscutibles que condenan la teología de la liberación, que silencian a pensadores injertados en la circunstancialidad del hombre, que se implican en el devenir de una esperanza creadora sin remitir a los pobres a un cielo anestesiante y alienante.
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Con Saramago ha desaparecido uno de esos típicos extranjeros radicales, de izquierdas por supuesto, que se sienten en la obligación de venir a España para explicarnos qué es eso de la libertad y cómo debemos aplicarla a base de fusilamientos si hace falta”.
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En España hemos sufrido ’saramagos’ desde siempre. Saramago era una especie de retaguardia de aquellas Brigadas Internacionales que durante la Guerra Civil se sintieron en la obligación de cepillarse a cuantos españoles no entendieran la ‘libertad soviética”. “Saramago paseaba su indecencia moral por el mundo, escondido detrás de su arte prostituido a favor de la política, ante los boquiabiertos incautos que estaban dispuestos a escuchar las obscenas opiniones políticas de un Nobel, por el mero hecho de ser Nobel. Nos hemos quitado un peso de encima.”
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Corresponden los últimos entrecomillados a un artículo publicado por la periodista Yolanda Couceiro Morín. Algunos han hecho de su existencia un vómito continuado. Se nos mancha la vida con tanta COPE, tanto Federico, tanta Intereconomía, tanta Yolanda. También la palabra se pudre cuando se engendra en una matriz de fango.
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La vida es bella porque da a luz saramagos, vicentes y teresas de Calcuta. Aunque a algunos les duela, la luz es un derecho, el amor un compañero y la libertad una creación humanizante.
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EL SECUESTRO DE JESUS POR LA IGLESIA

por José María Diez Alegria
(Teólogo y Ex Sacerdote)
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Ahora todos estamos preocupados con la multiplicación de los secuestros de personas. Resultan de verdad, casi siempre, intolerables. Siempre penosos y ambiguos, por lo menos. En ocasiones, son de lo más criminal que pueda imaginarse.
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Pero ¿quién piensa en el secuestro de Jesús por parte de la Iglesia? El secuestro ha consistido en quitar de en medio a Jesús para poner en su lugar a la Iglesia. A la operación han ido contribuyendo, a través de la historia, sobre todo los jerarcas y, en general, los «hombres de Iglesia».
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Naturalmente el secuestro se ha realizado con guante blanco. Un poco como esos secuestradores (alguno ha habido), que tratan a cuerpo de rey al secuestrado. El Señor está sobre las nubes, en un retiro celeste. Lo que cuenta en la tierra, es la iglesia. A Jesús lo tienen los «hombres de Iglesia». Y hay que ir a ellos, para poder llegar a Jesús. (Que luego, en el fondo, casi no es llegar, porque los hombres de iglesia están siempre al acecho para decirte que ellos dominan tu relación con Jesús, y te lo quitan si tú no haces lo que a ellos les dé la gana).
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Yo no digo que la acción de secuestrar haya sido realizada de mala fe. Habrá habido algo de mala fe, quizá larvada, en algunos o en muchos. Y habrá habido en otros, a lo mejor en muchos o en muchísimos, perfecta buena fe. Pero el secuestro está ahí.
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En vez de ir a Jesús y ponerse en contacto con él, y creer vitalmente en El (es decir, entregarse a su persona, y vivir la liberación inestimable de la fe en El), lo que hay que hacer es «entrar en la iglesia». Como quien entra en un edificio grandioso, en parte de mal gusto, en cuyo fondo, fondo, hay un iconoresplandeciente, hierático y mudo, que te contempla con grandes ojos quietos.
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Pero los que se mueven por allí son los hombres de Iglesia. Ellos mandan. Con ellos hay que entenderse. A ellos hay que obedecer. De lo contrario, no hay Cristo que te valga, porque ellos son los amos, y Cristo tiene que estar a lo que ellos digan.
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Pero el secuestro de Jesús se realiza también por gente personalmente digna, llena de «celo por las almas». Si nos descuidamos, se realiza un poco por todos. Por el establecimiento eclesiástico, sus funcionarios y sus jerarcas.
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El fiel no puede simplemente amar a Jesús y buscar la inspiración del Evangelio. Ha de amar a Jesús y a la Iglesia, e inspirarse en el Evangelio, siguiendo la doctrina del Magisterio de la Iglesia. Y al final no es el Evangelio la medida con que hay que justipreciar la doctrina del Magisterio de la Iglesia, sino que el magisterio es la vara con que hay que medir el evangelio. Porque luego resulta que amar a la Iglesia no es querer a los hombres que creen en Jesús, sino obedecer a la jerarquía.
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Con esto, Jesús queda cada vez más lejos, más encerrado en una urna. Y la gente se encuentra con los hombres de Iglesia. Y la gente, la buena gente del pueblo, hambrienta y sedienta de justicia, no cree en ellos, porque le ha perdido el miedo al poder de esos hombres de hacerla entrar en la boca de Lucifer el mayor.
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Es absolutamente necesario liberar a Jesús del secuestro de que ha sido víctima desde hace casi dos mil años.
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REFLEXION

por Cardenal Joseph Ratzinger
(Teólogo)
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Hoy la Iglesia se ha convertido para muchos en el principal obstáculo para la fe. En ella sólo puede verse la lucha por el poder humano, el mezquino teatro de quienes con sus observaciones quieren absolutizar el cristianismo oficial y paralizar el verdadero espíritu del cristianismo.” (Introducción al cristianismo, Salamanca, Sígueme, 1970 pag. 301).
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¿DE QUE TIENE MIEDO LA IGLESIA?

por Juan Marín Velasco
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Por “Iglesia” se refiere a sus instancias jerárquicas; estoy seguro de que el miedo a la libertad de los creyentes de que habla el título es real. Tengo que añadir, además, que no participo en absoluto de ese miedo y que me resulta difícil explicármelo en personas que pretenden ser creyentes y que supongo que han hecho suya la visión evangélica de la Iglesia propuesta por el Vaticano II.
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La imagen de la Iglesia que ofrecen no pocos representantes de la jerarquía en sus declaraciones me ha hecho pensar más de una vez en un texto escrito por Bonhoeffer desde la prisión: “Nuestra Iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su propia subsistencia, como si fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo."
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"Por esta razón, las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer, y nuestra existencia de cristianos sólo tendrá, en la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres. Todo el pensamiento, todas las palabras y toda la organización en el campo del cristianismo, han de renacer partiendo de esta oración y de esta actuación cristianas […]. No ha terminado aún su refundición (la de la Iglesia), y cada ensayo de dotarle prematuramente de un poder organizador acrecentado no logrará sino demorar su conversión y purificación”.
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La forma de entender la Iglesia y de hacerla presente denunciada en estas líneas se corresponde con el modelo de Iglesia “sociedad perfecta”, centrado en la jerarquía, y que se entiende a sí misma como sociedad desigual, en la que los representantes de esa jerarquía, tal vez con la mejor intención personal e incluso con una subjetiva voluntad de servicio, creen desempeñar la función de intermediarios entre Dios y los hombres, y que en su nombre los enseñan, gobiernan y santifican.
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Tal comprensión de la Iglesia ha sido calificada de eclesiocentrismo cristiano. Otros la denominan “eclesiastización del cristianismo”, es decir, la sustitución en la práctica de Dios y de Jesucristo por la Iglesia como término de la adhesión, la obediencia y hasta la fe de los fieles.
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Desde semejante comprensión, casi nunca formulada explícitamente, de la Iglesia, y del lugar y la función de la jerarquía en ella, ésta se ve llevada a ignorar la dignidad de los fieles, la condición “real, sacerdotal y profética del pueblo fiel” del que el Nuevo Testamento escribe: “Vosotros, en cambio, tenéis el Espíritu de Dios y lo sabéis todo”. “En cuanto a vosotros, el Espíritu que habéis recibido de él permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe, antes bien, ese Espíritu que es fuente de verdad y no de mentira, os enseña todas las cosas”.
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Unos textos de los que el Vaticano II se ha hecho eco cuando afirma: “la totalidad de los fieles que tienen la unción del Santo no puede errar en la fe”, incluyendo en esa totalidad también a los que ejercen los diferentes ministerios.
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La comprensión por la jerarquía de su ser y su misión en el marco de un cristianismo eclesiastizado la lleva a ignorar la posibilidad de una experiencia del Espíritu por los fieles, a no tener en cuenta su sentido de la fe, y a no admitir otros modelos de santidad que los representados por personas que han mantenido y sancionan el modelo de Iglesia reconocido por ella.
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En esta situación, lo que la jerarquía de la Iglesia teme en relación con los creyentes conscientes del margen de libertad que les otorga el don del Espíritu, y su condición de hijos de Dios, es que la experiencia liberadora de ese Espíritu por su parte ponga de manifiesto, como hicieron profetas y místicos de otros tiempos, lo humano y demasiado humano, lo artificioso del sistema eclesiástico en que está instalada, con los peligros que para esa instalación suponen sus voces, acreditadas por la autenticidad de sus vidas y el sentido evangélico de sus palabras.
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¿Cuál es entonces el miedo de la jerarquía a este respecto? Para una interpretación malévola y hecha desde fuera de la Iglesia, el de que la denuncia que esas voces conllevan ponga en peligro la situación de privilegio que otorga a la jerarquía la instalación en ese sistema. Para los que, desde el interior de la Iglesia y conscientes de nuestras propias limitaciones, preferimos la benevolencia para con las personas, el miedo a que se desmorone la comprensión de la institución y la institución misma, que les parece indispensable para que perdure la Iglesia de Jesucristo.
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EL MIEDO DE LA IGLESIA A LA CRITICA

por José Ignacio González Fauss
(Teólogo)
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Entre el amor y el poder
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La institución eclesial le tiene miedo a Dios o, matizando más, a que Dios sea el que se reveló en Jesús y no el de una idea religiosa general de Dios, tal como dijo Dietrich Bonhoeffer. Porque, en ese caso no se puede apelar a Dios para justificar cosas que el evangelio de Jesús no aprobaría. De ahí la tendencia clara a apelar a un Cristo divino antes que al Jesús humano que debería dar rostro a ese Cristo.
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Puedo añadir que ese miedo lo comprendo porque creo conocer mi propia pasta y la pasta humana. Otra cosa es que tema que de esa manera la institución eclesial acabe cumpliendo en ella la advertencia de Jesús: que quien pretende salvar su vida la pierde y sólo quien la pierde por el Reino de Dios y el evangelio acaba salvándola. Pero comprendo el miedo que da la incómoda inestabilidad del Reino de Dios, y lo tentadora que resulta la cómoda instalación en este mundo.
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El resultado de ese miedo es, en mi opinión, que la institución eclesial se parece hoy mucho más a la institución judía del siglo I con la que Jesús chocó hasta costarle la vida, que a la comunidad de hijos (libres), hermanos (iguales) y servidores (solidarios) que debía brotar el seguimiento de Jesús. Creo que, en el Vaticano II, la Iglesia “salió de Egipto”, es decir: de su pretensión de ser “sociedad perfecta” que no era más que una casa de esclavitud. Luego se encontró en medio del desierto y comenzó "está Dios con nosotros o no”.
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Creo que la Iglesia debería aprender de la historia previa del pueblo de Dios, para no repetir aquellos mismos pecados. Pero me parece que ese aprendizaje le da muchísimo miedo, y esconde ese miedo con gritos de aparente valentía para desafiar al mundo, pero escurriendo el bulto de su propia conversión institucional que es el que verdaderamente la asusta.
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Como he dicho, todo eso tiene que ver con si la Iglesia es una institución del Dios-Amor, que “ama tanto al mundo como para entregarle lo mejor de sí” (Jn III, 16) y que se despoja de su dignidad divina para acercarse al mundo empecatado al que ama, o si es una institución del Dios-Poder, que condena al mundo y pone su dignidad en distanciarse de los hombres.Un obispo australiano publicó hace poco un libro titulado Poder y sexualidad en la Iglesia.
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En el primer capítulo explica que la Conferencia Episcopal de su país le encargó estudiar los casos de pederastia (y añado yo entre paréntesis una pregunta que aún no he oído a nadie: ¿cómo es que todos esos casos han aparecido en el mundo rico y no en el mundo pobre?) Pues bien: al adentrarse en su estudio fue llegando a la conclusión de que el problema no era exclusivamente de sexualidad sino sobre todo de poder. Y al entrar por esos senderos fue tropezando con la oposición y las amenazas de la curia. Hasta que terminó presentando su dimisión, y contando la historia de su investigación en un libro. La institución estaba dispuesta a resolver un problema de moral personal, pero no una raíz de poder institucional.
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Lo que implicaría para la Iglesia perder ese miedo al Evangelio lo expuse hace ya años en un artículo (Para una reforma evangélica de la Iglesia) que apareció primero en la Revista catalana de teología y luego fue recogido en un libro (Iglesia ¿de dónde vienes? ¿A dónde vas?), publicado por Cristianisme i justicia. Remito allí si alguien quiere más concreciones. Ahora añadiría sólo dos cosas:
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1. Lo más urgente es una profunda reforma de la curia romana: que la ponga al servicio de la autoridad eclesiástica (constituida por todo el colegio episcopal y su cabeza) en lugar de funcionar como una pantalla que se interpone entre el cuerpo y la cabeza. Que, para eso, los miembros de la curia dejen de ser obispos (cumpliendo el concilio de Calcedonia que decía que no se consagre a nadie obispo sin una iglesia) y, de este modo, deje de ser una plataforma que favorece el carrerismo, la búsqueda de honores humanos religiosamente vestidos y el irse situando para estar en posiciones favorables según soplen los vientos.
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2. De momento, no espero una primavera cercana en la Iglesia. Probablemente habremos de soportar aún tiempos más recios e inviernos más fuertes, hasta que la fuerza del Espíritu pueda con la resistencia de la institución y la Iglesia comprenda como Pablo que “le es duro cocear contra el Evangelio”.
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viernes, 24 de septiembre de 2010

JESUS: EJEMPLO Y ESCANDALO

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Que yo sepa, nadie pone en duda la ejemplaridad de Jesús de Nazaret. Por eso se comprende el respeto que le tienen incluso los que no se consideran creyentes. Por supuesto, no faltan los "atrevidos" (con frecuencia ignorantes) que despachan un asunto tan serio como éste diciendo tranquilamente que Jesús no existió. Me parece superfluo y hasta frívolo discutir aquí una cuestión de la que, recientemente, un buen conocedor (laico) del tema (Frédéric Lenoir) ha escrito: "El único consenso verdadero entre los estudiosos, al margen de sus diversas orientaciones, es la certeza de la existencia histórica de Jesús". A lo que quiero añadir algo que dice este mismo autor: "En los casi treinta años que llevo estudiando filosofía e historia de las religiones, raros son los textos que me han sorprendido y conmovido tanto como los Evangelios por su profundidad y su humanidad". Y así es. La figura de Jesús es tan genial que, cuanto más se estudia, más impresiona.Y sin embargo, una de las cosas más notables que tiene este personaje es que, si nos atenemos a lo que dicen los relatos evangélicos, Jesús impresiona tan hondamente porque fue un hombre, no sólo "ejemplar", sino además (y sorprendentemente) fue también un hombre "escandaloso". Los evangelistas lo afirman repetidas veces y sin titubeos (Mt XI, 6; Lc VII, 23; Mt XV, 12; XVII, 27; XXVI, 31; Mc XIV, 27; Jn VI, 61; XVI, 1). Y san Pablo lo confirma (1º Cor I, 23; Gal V, 11). El Evangelio, por tanto, nos enseña que tendríamos que ser (como lo fue Jesús) personas "ejemplares", por nuestra forma de vivir, de hablar y de actuar. Pero también nos dice que no nos debe dar miedo resultar "escandalosos". Porque ambas cosas están claras en el Evangelio. La ejemplaridad y el escándalo.
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Digo hoy todo esto por un motivo concreto: desde el día en que empecé a publicar mis reflexiones, enseguida me di cuenta de que la conflictividad del Evangelio sigue adelante en la historia. Ya es arriesgado hablar de religión y exponer las propias ideas, sin trabas ni censuras, exponiendo las propias convicciones religiosas a los cuatro vientos. La religión es un asunto muy controvertido y ante el que mucha gente se apasiona, a favor o en contra de lo que oye. Por eso aquí hay que extremar la delicadeza, el respeto y la tolerancia. Pero también yo pienso que, en cualquier caso, uno no puede ser un cobarde o traicionar sus propias convicciones. Lo cual es tanto como andar siempre sobre el filo de la navaja. Supongo que esto (y mucho más) es lo que hizo Jesús. Y terminó sus días colgado como un maldito.
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Como es lógico, yo no pretendo equipararme a Jesús. Estoy demasiado lejos del ideal evangélico. Pero, en cualquier caso, hablo de esta manera porque la vida me ha enseñado, entre otras, éstas dos cosas:
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1) Tomar en serio el Evangelio es tomar en serio una auténtica "agonía", en el sentido etimológico de la palabra griega ágon = "lucha", en cuanto que afrontar la lectura y meditación del Evangelio es afrontar un auténtico combate. El combate interior que todos llevamos dentro de nosotros mismos y que inevitablemente salta a nuestras relaciones con la sociedad y con los demás.
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2) Con demasiada frecuencia ocurre que, cuando se expresan las propias convicciones entre gentes religiosas, pronto se da uno cuenta de que, en la mentalidad de muchas personas, se pueden poder en cuestión no pocas cosas de lo que dice el Evangelio; pero, para esas mismas personas, lo que no se puede poner en cuestión es lo que dice la jerarquía de la Iglesia. ¿Por qué será que, en la mentalidad de muchos creyentes, pesa más lo que dice la Iglesia que lo que dice el Evangelio?
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lunes, 20 de septiembre de 2010

LA TEOLOGÍA DEL CANGREJO

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Juan Pablo II pensó que el Vaticano II se había pasado. Y decidió dar marcha atrás. Había que volver a lo antiguo. Y lo peor del caso es que Benedicto XVI, que sigue retrocediendo, ha pisado el acelerador. Como es lógico, los fundamentalistas católicos están encantados con esta regresión. Y lo agradecen acudiendo en masa a las concentraciones callejeras que tanto gustan al Papa y sus obispos. Así consiguen que algunas gentes lleguen a convencerse de que ésta la buena dirección que hay que seguir. El Papa y sus obispos se ponen tan contentos cuando reúnen un millón de fieles. Pero seguramente no piensan en que hay cientos de millones, que buscan a Jesús y necesitan respuestas para sus angustiosas preguntas, pero no encuentran, ni lo que buscan, ni lo que necesitan, en esta teología de marcha atrás, que nunca estuvo tan lejos como ahora de tantas gentes que buscan al Jesús del Evangelio y no lo encuentran en esta Iglesia. Nunca hubo ni más pompa clerical ni menos teología.
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TENEMOS QUE CAMBIAR NUESTRA IDEA DE DIOS

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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El Nobel de literatura, J. Saramago, en su libro sobre Caín, dice que "la historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con Dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a él". No estoy de acuerdo con la lectura que hace Saramago del mito de Caín. Respeto su ateísmo militante, por más que no lo comparta. Pero, en todo caso, pienso que Saramago pone el dedo en la llaga cuando afirma que no entendemos a Dios. Es un hecho que "Dios" nos divide, nos enfrenta, nos aleja a unos de otros. Por "Dios", la gente se odia y se mata. Así ha sido siempre. Y sigue siendo ahora mismo. Decididamente, no entendemos a Dios. O más exactamente: el "dios" que mucha gente lleva en su cabeza y en sus entrañas es un "ídolo". Eso no es Dios. No puede serlo. Un "dios" que legitima a los canallas y corruptos, que sella la boca de los cobardes, que atiza sentimientos de venganza, que produce más sensibilidad ante el altar que ante el dolor y la humillación de los humanos, eso no merece el nombre de "dios". Esto es urgente: tenemos que cambiar nuestra idea de Dios.
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LOS OBISPOS NO HABLAN

por José María Castilllo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Los obispos hablan contra el aborto. Los obispos no hablan contra la corrupción política y económica. Parece lógico, y resulta inevitable, preguntarse por qué hablan con tanta claridad y con tanta firmeza en un caso y se callan en otro. Siguiendo el lema que orienta el proyecto de este blog, atrévete a pensar sobre esta elocuencia antiabortista y este silencio anticorrupción. Según el relato de la pasión, Jesús le dijo al sumo sacerdote Anás que él siempre había hablado con parresía, una palabra griega que significa libertad, audacia, atrevimiento... Atrévete a pensar por qué Jesús hablaba con parresía. Y por qué, según parece, a nuestros pastores les falta esa parresía. No sé si es que tienen miedo. No sé a quién o a qué le tienen miedo. A Jesús, por decir que hablaba con parresía, le dieron una bofetada. Yo me figuro que nuestros obispos no temen que nadie les pegue. En tal caso, no acabo de entender por qué dan que pensar que quizá están lejos de aquella libertad admirable con la que Jesús hablaba.
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LA ENORME DIFICULTAD PARA ENTENDER A JESÚS

por José María castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Desde la religión es enormemente difícil entender a un hombre que fue asesinado por la religión. La casi totalidad de las personas que entramos en este blog -al menos por ahora- lo más seguro es que hemos nacido en una cultura religiosa, hemos sido educados en la religión, vivimos integrados en ella, aunque no estemos de acuerdo con muchas de las cosas que hace o dice la religión. Pero el hecho es que la "cultura religiosa" nos ha configurado y forma parte esencial de nuestra propia identidad. Pues bien, estando así las cosas, lo primero que debemos tener en cuenta, cuando pensamos en Jesús e intentamos comprender su mensaje y su significación para nosotros, es que Jesús fue un hobre que habló y vivió de tal forma, que los supremos responsables de la religión (y los hombres más religiosos de su pueblo y de su tiempo) se dieron cuenta muy pronto de que Jesús no coincidía con ellos y, lo que es más elocuente, aquellos responsables de la religión vieron en Jesús un peligro, una amenaza tan grave, que vieron con claridad que tenían que eliminar a Jesús. Por eso, lo insultaron, lo persiguieron, lo llevaron a junio, lo conderanos y lo ejecutaron. Con la forma de ejecución más dura que había entonces. No sólo porque era la más dolorosa, sino sobre todo porque era la exclusión social total. Es decir, Jesús fue totalmente excluido y condenado por la religión. Y es importante tener presente que el motivo último de la condena fue que era un blasfemo. Lo cual quiere decir que el Dios de Jesús -el Padre de quien él tanto habló y al que tanto le rezó- era incompatible con el Dios justiciero, amenazante y peligroso, qie da miedo a tanta gente. El Dios de la religión, de entonces y de ahora, que tantos creyentes siguen teniendo en su cabeza.
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sábado, 18 de septiembre de 2010

¡ATRÉVETE A PENSAR!

por Dr. José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Cuando yo era niño, un día, al volver a casa del cole, le dije a mi madre que en la clase de religión me habían explicado que Dios no hay más que uno. Pero que Dios es uno de tal manera que, al mismo tiempo, en Dios hay tres personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. O sea, que Dios es uno y tres al mismo tiempo. ¿Cómo se puede entender eso, mamá?, le pregunté. La respuesta fue tajante: "En eso no se piensa". Aquel día aprendí que hay cosas en las que no se puede pensar. Porque son indiscutibles. Así empezó la larga y penosa historia de mi bloqueo mental, en virtud del cual yo mismo he sido el implacable censor de mí mismo. Tengo la impresión de que esto, que me pasa a mí, es algo muy parececido a lo que le ocurre a mucha gente. Cada cual, en su intimidad secreta y seguramente sin saber lo que le pasa, se corta constantemente los caminos por los que puede avanzar en la incesante tarea de descubrir la verdad, comprender la realidad, salir de tantos engaños que la sociedad y la convivencia nos han contagiado. Hemos nacido en la cultura del "pensamiento único". Y el pensamiento estandarizado, configurado de acuerdo con los intereses del sistema, es la "cárcel de oro" en la que cada cual clausura su propia capacidad de buscar, de avanzar, de encontrar la verdad de las cosas, la explicación de tantos hechos que no sabemos explicar porque ni nos atrevemos a pensar en ellos. A partir de este sencillo planteamiento, ofrezco este blog a quienes estén interesados en luchar contra sus propios miedos, sus inconfesables miedos, a pensar. Sólo de esta manera podremos empezar a ser verdaderamente libres. Y por eso también, creativos. Los eternos asustados a pensar son (somos) parásitos sociales, que vivimos a costa de lo que piensan otros por nosotros y para nosotros.
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