miércoles, 28 de diciembre de 2011

LAS PALABRAS SON "LO MENOS IMPORTANTE" ¿DE VERDAD?

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por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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La nueva ministra, Ana Mato, al referirse a un reciente crimen de violencia machista, no ha hablado de violencia “de género”, sino de violencia “doméstica”. A juicio de la señora Mato, las palabras son “lo menos importante”; lo que importa son los hechos. ¿De verdad es eso así, señora ministra? Entonces, ¿por que su partido, el PP, no tolera que a los homosexuales que se casan legalmente se les llame “matrimonio”? Y, si de la política, nos vamos a la religión, ¿por qué al obispo de Roma no dejamos de llamarle “Papa”? Seguramente, mucha gente no sabe que, en el Evangelio, Jesús prohíbe tajantemente que a nadie se le llame “padre” (eso significa en su origen la palabra “Papa”) en la tierra, “pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo” (Mt XXIII, 9). ¿O por qué no abandonamos el título de “Sumo Pontífice” para designar al obispo de Roma? Ese título y esas palabras no son ni cristianas. Eran el título que utilizaba el emperador de Roma. Un título contra el que se pronunció con dureza san Ambrosio, en el s. IV. Hasta que consiguió que el emperador Graciano renunciase a él. Y ya no hubo más emperadores que pudieran admitir el pomposo título de “Sumo Pontífice”. Hasta que el papado se lo apropió, siguiendo el criterio del mismo san Ambrosio, en su carta al obispo arriano Ausencio: “El emperador está dentro de la Iglesia, no sobre la Iglesia” (PL 16, 1018). Y, entonces, lo que ocurrió es que se puso sobre el emperador fue el Papa, olvidando (de nuevo) lo que dijo Jesús a sus apóstoles: “los jefes de las naciones las dominan... No ha de ser así entre vosotros....; al contrario, el que quiera ser el primero, ha de ser siervo de todos” (Mc X, 42-44).

Lo repito una vez más: no digo estas cosas por atacar a la Iglesia o denigrar la política. Digo estas cosas porque me importa mucho la Iglesia y quiero su bien. Que no se ría nadie de ella, sino que se haga respetar y amar por su conducta ejemplar. Ni más ni menos que eso.

RETROCEDIENDO 1200 AÑOS

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por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Se sabe que en el Liber officialis de Amalario (hacia el año 827), ya se veía la Misa como un ritual ofrecido, no tanto por los fieles, sino principalmente por los sacerdotes (Y. Congar). Y es que, durante el siglo VIII, ocurrió que las lenguas vulgares se desarrollaron entre la gente, mientras que el clero mantuvo el latín como lengua propia de la religión y de la liturgia. La consecuencia fue que el pueblo entendía cada día menos lo que era la Misa y lo que se enseñaba en la Iglesia. Además, a partir de aquel tiempo, el Canon de la Misa se empezó a rezar en voz baja, los sacerdotes comenzaron a decir la Misa de espaldas al pueblo, los fieles dejaron de acercarse al altar para presentar sus ofrendas, se multiplicaron las Misas privadas, es decir, Misas que ofrecía el cura solo sin asistencia de fieles....
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La consecuencia principal, que tuvo todo esto, fue que el contenido concreto de la palabra “ecclesia” se vio seriamente afectado. Porque, desde entonces, esa palabra empezó a designar sobre todo al clero (Gregorio IV, Juan VIII, los Capítula de Floro, el Seudo-Isidoro...), quedando los fieles cristianos prácticamente desplazados. Los laicos pasaron así a ser la clientela de los clérigos, al tiempo que éstos fueron quienes monopolizaron la capacidad, de hecho, para pensar y decidir en asuntos de religión cristiana y de Iglesia.

Comprendo que es desagradable recordar estas cosas precisamente en estos días gozosos de la Navidad. Pero es que están sucediendo cosas que -como se repite desde antiguo-, si los humanos callamos, gritarán las piedras. Cada día hay menos sacerdotes, menos religiosas y menos frailes. Y menos gente en las iglesias. La Iglesia va perdiendo presencia y credibilidad a una velocidad alarmante. Y lo peor de todo es que, estando así las cosas, hay gente que se alegra de que aumente el número de curas y obispos que dicen la Misa en latín, de espaldas al pueblo, obligando a la gente a comulgar de rodillas, sacando la lengua, recuperando devociones de antaño, con los rezos, los usos y costumbres del tiempo de nuestros abuelos.

Pero, ¿es que nadie se da cuenta de que, por ese camino, estamos retrocediendo más de 1.200 años? ¿No salta a la vista de que así, lo que hacemos es alejarnos más del común de los mortales? ¿Es que no vemos que todo eso es, en definitiva, una traición a Dios, que en Jesús se hizo Palabra, es decir, comunicación, lenguaje que se entiende, que nos dice y nos exige, y se comunica con nosotros? En realidad, ¿con quién queremos comunicarnos: con la gente de hoy o con la gente de hace más de mil años? Yo ya soy un anciano de 82 años. Pero eso no me impide ver que el Papa está que ya apenas puede tenerse de pie. Y eso me da pena. Como me da pena oír los despropósitos que dicen algunos obispos. Y el desaliento generalizado de buena parte del clero. Y la desbandada de tantos miles y miles de creyentes que ya no esperan nada de la Iglesia. Sé muy bien lo que me van a decir de todo por escribir esto. Pero no me puedo callar. No me siento redentor de nada, ni de nadie. Pero no me quiero ir de este mundo con la boca sellada por cobardía, por miedo o por no complicarme la vida. No puedo hacer eso. No quiero, de ninguna manera, que la Iglesia camine en dirección opuesta a la dirección que lleva la gran mayoría de la población mundial. No soporto ver que mantenemos tradiciones, que no sirven ya para nada, al tiempo que hacemos el ridículo manteniendo costumbres y afirmando normas que no convencían ni a nuestros antepasados. Me dirán que estoy chocheando. No me importa en absoluto. Lo único que me importa es gritar claro, aunque sea gritar en el desierto. Y conste que los problemas de fondo de la Iglesia son problemas mucho más serios y bastante más graves.
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sábado, 19 de noviembre de 2011

EL EANGELIO LLEGO TARDE

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por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Ocurre con frecuencia que, entre cristianos, se le da más importancia a los ritos, a las normas, a la organización, a la gestión de la autoridad o a los asuntos económicos (a todo eso), que a la fidelidad al Evangelio. Por eso, muchos veces me pregunto: ¿qué nos pasa a quienes nos consideramos creyentes en Jesús, que el principio rector de nuestras vidas no es justamente el mismo principio que rige nuestra forma de vivir?

Este problema - por lo que yo he podido informarme - viene de lejos. No es cosa de ahora. Se trata de un asunto que tiene sus orígenes en los orígenes mismos del cristianismo. La cosa se comprende en cuanto se tiene en cuenta cómo y cuándo se organizaron las primeras “iglesias”. Y también cuando se sabe cómo y cuándo, en aquellas primeras “iglesias”, se conocieron los evangelios, es decir, lo que fue la vida de Jesús y lo que aquella vida representa para nuestra vida.

Quiero decir lo siguiente: Jesús murió en los años 30 del s. I. San Pablo escribió sus cartas a “iglesias” que él mismo había fundado, y de las que se sentía responsable, entre los años 49 al 56. Los evangelios, en la redacción que ha llegado hasta nosotros, se empezaron a difundir después del año 70 y no se terminaron de conocer hasta finales del s. I o quizá algo después. Los Hechos de los Apóstoles se redactaron entre los años 80 y 90.

Todo esto quiere decir que las primeras “iglesias” (de las que tenemos noticia) se organizaron de acuerdo con las ideas y creencias que les trasmitió el apóstol Pablo. Pero sabemos que Pablo no conoció a Jesús. Ni mostró interés por informarse de la vida terrena de Jesús. A Pablo “se le apareció” el Cristo resucitado y glorioso (Gal 1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15, 8; 2 Cor 4, 6). Es más, Pablo llegó a decir que el conocimiento de Cristo “según la carne” no le interesó (2 Cor 5, 16).

Por tanto, hay indicadores suficientes para pensar que las primeras “iglesias” cristianas, de las que tenemos noticia, tuvieron su vida, sus esperanzas y sus motivaciones más determinantes en la gloria, en el cielo, en la eternidad, allí donde ellos pensaban encontrar al Señor de Gloria. La vida, el ejemplo, la bondad, la profunda humanidad de Jesús, todo eso, fue conocido por muchas comunidades, y por las más importantes “iglesias” de la primera hora, bastantes años más tarde, quizá veinte o treinta años después. Se puede decir que el “Señor glorioso” se adelantó al “Jesús terreno”.

Por esto he dicho que “el Evangelio llegó tarde”. Tan tarde, que, a no pocos bautizados, no nos ha llegado todavía. Esto es lo que explica, en definitiva, por qué nos preocupa más “someternos” al Señor glorioso que “seguir” al Jesús terreno. Y por eso ha pasado lo que tenía que pasar, estando así las cosas: tenemos un Cristianismo con mucha autoridad, pero llevamos una vida con muy escasa ejemplaridad.

domingo, 5 de junio de 2011

EL OBISPO

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I. Introducción de carácter bíblico-teológico
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El primer ministerio sagrado constituye, sin duda, el punto de partida de la teología de los órdenes, porque los obispos han sido considerados por la tradición cristiana como los sucesores de los apóstoles (o en los apóstoles).
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1. ORIGEN DEL MINISTERIO EPISCOPAL. Ciertamente, no todas las funciones de los apóstoles son transmisibles (por ejemplo, el hecho de haber sido testigos oculares de Cristo); pero no puede negarse que la tradición católica, en el sentido más amplio del término, ha considerado el ministerio de los doce, a los que ya Pablo llama apóstoles por excelencia (cf. 1º Cor XII, 28), como el fundamento de una cadena ininterrumpida destinada a garantizar la perpetuidad de la misión y del servicio ministerial de la iglesia, sobre todo a través de la sucesión episcopal.
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La antigua teología católica nos representaba la sucesión apostólica de manera un poco mecánica, en la continuidad histórica del gesto, ya en uso en el AT, de la imposición de manos acompañado de una oración (He I, 24), que une a cada obispo a uno de los doce apóstoles. Hoy, bajo la influencia del progreso exegético, se tiene en cuenta también el punto de vista que considera la sucesión colegial en el culto, en la doctrina y en la disciplina, ya que estos elementos están unidos entre sí, aunque se considera que continuidad doctrinal y jurídica no son estrictamente constitutivas de la sucesión apostólica.
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Así, no se excluye la existencia de la sucesión apostólica en el caso de divergencias doctrinales notables; mientras, en el campo católico todavía no nos hemos pronunciado oficialmente sobre la validez de la ordenación de los obispos vagos, o sea, sin una esfera pastoral determinada y en desacuerdo con las grandes confesiones cristianas.
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Pero aparte del problema de la naturaleza de la sucesión apostólica, existe el problema de las relaciones entre episcopado y primado del pontífice romano, que constituye uno de los puntos cruciales de la teología patrística y escolástica, y hoy ecuménica.
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En la función del episcopado aparece de manera preeminente el lugar del ministerio de la iglesia, porque en él se concentran las funciones comunes del pueblo de Dios participadas del sacerdocio de Cristo: apóstol (Heb III, 1), obispo (1º Pe II, 15), diácono (Mc X, 45; Rom XV, 8), pastor (Jn X, 11; Heb XIII, 20), sumo sacerdote (Heb III, 1), rey (Jn XVI, 17), maestro (Mt XXIII, 8), profeta (Jn VI, 14; He III, 22). Si hay una igualdad básica entre los fieles que se extiende a las funciones comunes del pueblo sacerdotal, existe, sin embargo, una diferencia en los miembros del pueblo de Dios; efectivamente, la Escritura no menciona únicamente a los miembros hechos santos-elegidos-redimidos, adornados de diversos carismas para la edificación del pueblo de Dios (1º Cor XII, 4-11; Rom XII, 6s), sino también a aquellos que poseen carismas especiales de enseñanza, de gobierno y de santificación en la iglesia. Así como se da una cierta identidad entre Cristo y la iglesia y al mismo tiempo Cristo se sitúa frente a la iglesia como la cabeza de su cuerpo; así, respecto al servicio del ministerio ejercido por medio de la comunidad, existe el servicio de la comunidad misma, o sea, el servicio en que la iglesia es el objeto servido. Ahora bien, el carácter de servicio que cualifica al ministerio particular en la iglesia, o sea, el conjunto de los servicios hechos a la iglesia (cf. 2º Cor III, 10; Gál II, 9), encuentra en la persona del obispo su principal intérprete y titular.
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Pero no por ello los titulares de esta diaconía episcopal dejan de ser miembros del pueblo de Dios, y por tanto mantienen relación de igualdad entre ellos y con los otros miembros de la iglesia; desde otro punto de vista, están subordinados a la iglesia, porque el apóstol debe hacerse "todo para todos" (1º Cor IX, 22).
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Sin embargo, en el NT y en el magisterio eclesial no aparece absolutamente claro que el episcopado constituya solo y de por sí la iglesia, ni que él solo comprenda todos los ministerios; efectivamente, las funciones comunes de los ministerios no derivan del episcopado, sino del régimen dispuesto por Cristo para su iglesia; como el episcopado no deriva del papado, así las funciones comunes del pueblo de Dios no derivan del episcopado; ni su afirmación disminuye el ministerio episcopal, sino que más bien constituye su necesario complemento. La cuestión de si el episcopado es necesario para el ser de la iglesia (ad esse), para su plenitud (plenum esse) o solamente para el bienestar (bonum esse), planteada por la teología anglicana, parece en el fondo secundaria en el plano pastoral.
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a) Datos bíblicos. En el catolicismo de los comienzos, o sea, hacia el final del s. 1, como nos atestiguan sobre todo las cartas pastorales y otros escritos de la época, se afirma la existencia de una episkopé dentro del presbiterio (1º Tim IV, 14): frecuentemente son discípulos de los apóstoles que tienen como tarea conservar lo que han recibido (1º Tim I, 12-17; 2º Tim I, 8-13; II, 3-10), vigilar sobre el patrimonio de la fe heredado de los apóstoles (1º Tim VI, 10; 2º Tim I, 12s; Tit I, 1s) y organizar los ministerios eclesiásticos (1º Tim IV, 14; 2º Tim I, 6; II, 1s; III, 1-5). Según Tit I, 5s parece que esta función episcopal corresponde a los ancianos; de todas formas, ni éstos ni los diáconos son llamados episkopoi, ya que el término se usa solamente en singular (Tit I, 7; 1º Tim III, 2). Por tanto, el que el título de obispo se reserve a un determinado miembro del colegio de ancianos señala una etapa importante de un proceso que, después de la caída de Jerusalén y al final del episcopado de Santiago, llevará a la afirmación, sobre todo en Oriente, del episcopado monárquico.
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b) De la iglesia apostólica a la época patrística. Hacia finales del s. I la cristiandad presenta dos tipos de estructura jerárquica: el episcopado monárquico en todo el Oriente (antioqueno), y el colegio de los presbíteros-obispos en el Occidente (romano), que tiende cada vez más a evolucionar hacia la monarquía episcopal. Roma poseyó desde el principio esta sucesión de un obispo único a la cabeza del presbiterio que lo elegía; en Oriente, el obispo cabeza de la iglesia local es postulado casi por la necesidad de combatir las herejías (sobre todo el gnosticismo). La eclesiología occidental se concentró luego en señalar que la función episcopal de Jerusalén, unida durante un tiempo a la de Antioquía, se había transferido a la capital del imperio romano.
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El problema común a estas diferentes concepciones de la eclesiología de los ministerios, tanto de Occidente como de Oriente, es siempre el de fundamentar, partiendo de la historia de la revelación y del dogma, el derecho divino (en sentido estricto y primario) de la división del orden ministerial en los tres grados de episcopado-presbiterado-diaconado. Sin embargo, la estructura del ministerio eclesiástico, que coloca en el primer puesto de la jerarquía al obispo respecto a los otros dos, es el resultado de un cierto desarrollo dogmático; así como lo es también la fijación del canon escriturístico y el número septenario de los sacramentos.
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El ministerio episcopal, como ministerio de supervisión, podrá cambiar sus connotaciones históricas con los tiempos; por ejemplo, en el s. III, en África solamente se consideraba al obispo sacerdos y presidía solo la eucaristía; pero después del concilio de Nicea, en el s. IV, la situación aparece invertida, porque también a los presbíteros se les llama sacerdotes, representan al obispo en la propia región y celebran la eucaristía, mientras que al obispo se le reserva la función de jefe del presbiterio y la responsabilidad del cuidado pastoral de la región (obispo regional).
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c) De la época patrística a la edad media. Tras la época patrística se da una progresiva sacralización de los ministerios, sobre todo el del obispo, en concomitancia con el debilitarse de la conciencia del sacerdocio común de los fieles: la eclesiología que hace de la iglesia como un reino de los cielos sobre la tierra (época carolingia) pone cada vez más en claro en Occidente que el obispo es el sujeto de una potestas, de la que el obispo de Roma aparece como el emblema y prototipo, ya que posee las llaves supremas de este reino.
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En la preescolástica, la teología de los poderes (cf. Pedro Lombardo, Sent. IV, 24,13) llevará a unir casi exclusivamente el orden a la eucaristía, considerada como sacrificio, reforzando así la tesis de Jerónimo y del Ambrosiáster (pseudo-Ambrosio), que a través de Rábano Mauro y Amalario de Metz llegó hasta Pedro Lombardo: entre episcopado y presbiterado no hay diferencia sacramental en este plano cultual. Efectivamente, el aspecto real del gobierno se asigna no al poder de orden, sino al de jurisdicción. Los otros poderes sobre el cuerpo místico (por ejemplo, predicar, perdonar los pecados, guiar al rebaño) los considera la gran escolástica como secundarios respecto al primario sobre el cuerpo eucarístico de Cristo (cf. santo Tomás, S. Th. III, q. 67, a. 2, ad 1), mientras que la doctrina del carácter (presente ya en Agustín), considerado como delegación desde una visión litúrgica (cf. santo Tomás, ib, q. 63, a. 2), servirá para justificar las llamadas ordenaciones absolutas (o sea, hechas no en función de una comunidad) y la celebración de las misas solitarias.
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d) De la reforma protestante al Vaticano II. La reforma protestante, reivindicando el sacerdocio común de los fieles contrapuesto al ministerio jerárquico, identificado con un cierto estilo de vida y un cierto status en la iglesia, acabó por vaciar lo proprium de la función episcopal, reduciendo la ordenación a la simple capacitación para el ministerio de la palabra y a la función organizativa de la comunidad. El concilio de Trento (DS 1763-78), al tratar de la doctrina del sacramento del orden, reafirma la sacramentalidad de los tres grados ex ordinatione divina (preferida a la expresión ex iure divino de los canonistas medievales); pero no superó la llamada teología de los poderes. Después ésta, en la manualística postridentina, llegó casi a identificar el poder de jurisdicción con la misión pastoral, sobre todo del obispo. Este aparece así como un soberano religioso, que ejerce los tres poderes en grado sumo en el vértice de una jerarquía que se contrapone dualistamente al laicado, cuyo sacerdocio real, cultual y profético queda casi ignorado. Antes del Vat. II, la const. ap. Sacramentum ordinis (30 de noviembre de 1974) tuvo el mérito no sólo de restablecer la esencialidad del orden, expresada en la imposición de manos, sino también de haber dejado adivinar la teoría de la sacramentalidad del episcopado.
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2. LA DOCTRINA CONCILIAR. La nueva eclesiología de servicio (diakonia) y de comunión (koinonia), fundada sobre bases cristológicas que el Vat. II desarrolló, ha vuelto a unir con el Cristo siervo-pastor-sacerdote-maestro la doctrina del episcopado, devolviendo a la ordenación episcopal (LG 21) el valor de un don específico derivado de la fuente pneumatológica (LG, c. II), no ya respecto al momento eucarístico únicamente, sino abierto a la misión: ordenados y consagrados para la misión (LG 22). El esquema ternario de las funciones ya no es, por tanto, visto en sentido separado, sino en relación con toda la misión de la iglesia, en la que la consagración hace entrar al obispo en el "ordo episcoporum" (LG 22), o sea, en un cuerpo dedicado colegialmente a la misión universal. Solamente así se funda la presidencia de la comunidad tanto eucarística como pastoral, que corresponde por derecho y por naturaleza al obispo (es una preeminencia de decisión y de verificación), sin reservarle necesariamente el primado de competencia. Así aparece el obispo en el vértice de la jerarquía ministerial (LG 21), distinta en sus tres grados de intensidad del sacerdocio único: la distinción entre estos grados y el sacerdocio de los fieles viene denominada de esencia (LG 10). La teología posconciliar no ha hecho sino desarrollar la perspectiva del ministerio, sobre todo del obispo, como expresión del sacerdocio de Cristo, que vive e intercede por nosotros en la gloria del Padre.
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a) Los desarrollos de la teología posconciliar. El obispo, en esta perspectiva teológica integrada, se hace signo sacramental de Cristo-cabeza frente a la comunidad, con relativos poderes mesiánicos (cf. sínodo episcopal sobre el sacerdocio de 1971). Pero las acentuaciones de este sacerdocio del Cristo-por-nosotros adquieren matices diversos, que afectan a la teología del episcopado. Hay quien pone en primer plano la ministerialidad de Cristo-siervo. Otros prefieren la figura del pastor (H. von Balthasar) para evitar los peligros de nuevos verticismos, en función de la temática del amor gratuito. También el Cristo-profeta o anunciador de la palabra (K. Rahner) se asume como modelo primario del obispo, para subrayar más una teología de tipo relacional-sacramental frente a la institucional y para acreditar el mensaje autorizado de la palabra de Dios en la iglesia, que luego alcanza su culminación de eficacia en la eucaristía. En el tipo del Cristo-mandado o enviado por el Padre al mundo se quiere acentuar la bipolaridad de llamados-enviados (J. Ratzinger y Comisión Teológica internacional sobre el ministerio sacerdotal, 1970). Se insiste en la imagen del Cristo-sacerdote del nuevo sacrificio y culto, con vistas a reunir en el sacerdocio espiritual del pueblo de Dios tanto el culto existencial cuanto el eucarístico-ritual. Hay quien considera sobre todo a Cristo como fuente de gobierno, que deviene signo eficaz de la unidad de la iglesia y hace la síntesis armoniosa de los carismas (W. Kasper). A esta tesis se asocia quien (O. Semmelroth) ve en el obispo el guía ordenador de la comunidad. Finalmente, no falta la corriente pneumatológica, que ve en el carisma episcopal la representación de la iglesia frente al mundo y del Señor resucitado frente a la comunidad, mediante el gesto epiclético de la imposición de manos en cadena histórica como signo de la conformidad de la fe apostólica y como garantía de la acción del Espíritu Santo en la iglesia (E. Schillebeeckx).
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La discusión sobre la naturaleza del carácter del orden, que en la LG 21 y en el PO 2 tiene un valor más funcional y energético respecto al carácter bautismal y crismal, se integra tendencialmente ahora en la declaración Mysterium ecclesiae (n. 6) de la S. Congregación para la doctrina de la fe (24 de junio de 1973) en sentido más ontológico-constitutivo que funcional.
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b) El carisma permanente del episcopado. En sustancia, el carisma permanente del episcopado como primer grado de la jerarquía eclesial se ve hoy en una tensión dialéctica entre la perspectiva universal de la misión de la iglesia, que por su naturaleza se orienta a la salvación del mundo (GS 40s), y el redescubrimiento de la teología de la iglesia local (J. Zizioulas), a cuyo servicio está el obispo para que se mantenga unida en la división. En la superación de una ontología estática de los tres poderes (la precedente doctrina escolástica) y en el rechazo de un empirismo funcional (tendencia protestante) parece residir la síntesis de las diversas tendencias, en cuanto el carisma de la autoridad, entendida en su sentido original de augere (hacer creer), tiene la misión de promover todos los carismas eclesiales, después de haberlos reconocido, con una pastoral de diaconía global de toda la iglesia.
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II. El obispo en la historia de la liturgia
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El rito de la ordenación en su evolución histórica es un test privilegiado para comprender las diferentes acentuaciones de la concepción litúrgica de los ministerios.
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1. DE LA IGLESIA APOSTÓLICA A LA IGLESIA DE LOS PADRES. Las comunidades de las cartas pastorales del NT tomaron un rito de ordenación de los profetas judeo-cristianos para expresar la responsabilidad de ser fieles al evangelio de Pablo, para afirmar la dependencia del Espíritu y para reclutar, mediante la comunidad, a responsables, sobre todo del ministerio de la palabra y, en consecuencia, de las demás actividades internas de la iglesia.
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a) Primer estadio. Los ritos de la Traditio apostolica para la ordenación del obispo parecen el término de un desarrollo que comienza con las ya citadas cartas pastorales. Se describe el carisma episcopal como la fuente del poder de las llaves. Este desarrollo de la teología de la misión se funda en la convicción de que la responsabilidad del obispo en la iglesia se basa en el don del Espíritu que, comunicado en la ordenación, da poderes e impone deberes para un ministerio permanente. Entre las funciones episcopales se enumeran algunas: alimentar el rebaño, distribuir los dones, desatar las ataduras; mientras, en la Didajé (15,1) no se puede deducir ninguna información exacta sobre su autoridad. En las cartas de Ignacio de Antioquía aparece la figura del obispo en relación directa con el Padre (Trall. 3,1; Magn. 6,1; 13,1-2; Efes. 5,2), y en la Epistola apostolorum, c. 41 (del s. II), se atribuye al obispo la paternidad de la iglesia en los diversos servicios del pueblo de Dios. Una concepción más autoritaria parece haber inspirado a Clemente Romano al comparar al obispo con Moisés (Ad Cor. 43,1-6; 51,1), mientras se reconoce que son hombres eminentes que han sucedido a los apóstoles y que nombran responsables con el consenso de todos en la iglesia (44,2-3). También Ireneo defiende la autoridad del obispo ante la necesidad de luchar contra la herejía de Valentín, que la negaba (Adv. Haer. 1, 13,6) en nombre de una autoridad espiritual de la iglesia (recibida con el carisma de profecía) contrapuesta a la ministerial. En los Actos de Pedro y Simón (apócrifos gnósticos del s. II) se habla del rito de imposición de manos como necesario para la ordenación de los obispos, al igual que se creía lo había sido para los apóstoles mismos por parte de Cristo (c. 10).
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En el s. III, la Tradición apostólica de Hipólito nos describe la ordenación con una elección por parte de la comunidad y con la participación de los obispos más cercanos (c. 2). Es digno de consideración el hecho de que se habla de imposición de una sola mano, quizá para indicar que, más que concentrarse sobre el rito, es necesario considerar la fuente misma del poder, concebido en la plegaria de ordenación como el principio energético del Logos ("espíritu de soberanía"). Solamente el obispo tiene el poder de transmitir el Espíritu Santo al ordenando, porque él mismo lo ha recibido por medio de la ordenación episcopal, que lo establece en la iglesia local para la que está llamado y a la vez le especifica las principales funciones en relación con las actividades internas a la iglesia. Este texto clásico es todavía hoy fundamental para describir la misión del obispo; por eso la reforma posterior al Vat. II lo ha incluido en su Pontifical (RO).
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Pero el problema litúrgico afecta al rito de la imposición de manos, derivado del AT (Núm 27,18-23); efectivamente, en la literatura latina del s. ni se le atribuye un sentido aparentemente diverso del de Pablo (1º Tim IV, 14; 2º Tim II, 6): de signo del don de un cierto carisma se pasa al signo de una delegación de la autoridad de la iglesia, análogo a la semikhah (imposición de manos) rabínica. La oscilación de significado del gesto de ordenación entre la naturaleza de mandato jurídico con carácter funcional (Didascalía siriaca y tradición latina) y de cualidad inherente y permanente, que le atribuye la posterior teología latina, no disminuye el valor colegial de la ordenación hecha al menos por tres obispos (conc. de Nicea, 325). La reinterpretación del gesto ritual se refleja en la concepción del papel del obispo, concebido como un carisma especial en la iglesia, del que el obispo es solamente el mediador: un poder que le permite dar a otros un carisma semejante. Después, en los diversos ritos de ordenación, se considerará al obispo como sucesor de los apóstoles, de los profetas y de los patriarcas (Eucologio de Serapión, s. IV); y también "mediator" (en los Sacramentarios romanos); "pastor et rector" de una iglesia local ("ordenado para...": solamente en el s. XlI adquirirá valor patrimonial), hasta llegar a ser una figura sacral, heredera del sumo sacerdocio veterotestamentario (Aarón).
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b) De la época carolingia a los Pontificales. Pese a la introducción por la iglesia siríaca (Constituciones apostólicas IV, 2-V, 12) del rito de la imposición del evangelio sobre la cabeza del elegido, como referencia a su misión profética además de cultual, las modificaciones del ritual de la época carolingia hasta la codificación de los Pontificales romano-francos contribuirán a reforzar la imagen digamos pontifical del obispo. El desplazamiento del rito de ordenación del final de la liturgia de la palabra a después del gradual; la unción de la cabeza (por analogía con las otras funciones sacramentales); la entrega del anillo, primero, y del báculo, después, además de las suntuosas vestiduras sagradas; la añadidura posterior de la unción también de las manos; la entrega de la mitra (reservada antes solamente al papa); la toma de posesión de la cátedra episcopal convertida en trono, son el signo de esta primacía de lo jurisdiccional, que asimila al obispo a un soberano feudal, en un contexto de drama sacro que garantiza su legitimación social. Su autoridad parece derivar no del carisma del Espíritu, sino de la investidura canónica expresada en el mandato papal exigido para la ordenación.
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c) La reforma del Vaticano II. En la reforma del rito de ordenación reaparecen los puntos clave de la doctrina conciliar, sobre todo en la homilía y en las preguntas del obispo presidente (RO, c. VII, 18 y 19): predomina la figura del obispo como pastor del pueblo de Dios más que como guardián de la fe o como modelo irreprensible; prevalece la referencia a la figura de Cristo pastor-maestro-sacerdote (colecta [Misal Romano, Misas rituales: para las órdenes sagradas] y oración de consagración de Hipólito [RO, c. VII, 26]), considerado en la unión con los apóstoles y los obispos; se han recortado los ritos de la unción de la cabeza y de las entregas con fórmulas menos triunfalistas (RO, c. VII, 28-32). Sin embargo, se puede observar que el tema de la colegialidad no ha encontrado todavía una adecuada expresión ritual, así como tampoco una caracterización de las funciones prerrogativas del obispo a tenor de la tradición (predicación litúrgica, presidencia de la eucaristía, reconciliación de los penitentes, dirección de la iniciación cristiana).
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III. El actual ministerio episcopal en la liturgia
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Las notas características de la tradición nos han revelado tres funciones esenciales del ministerio episcopal: el carácter colegial del episcopado ("ordo episcoporum"); la sucesión apostólica (jerarquía de orden); la función pastoral en la iglesia (centro constitutivo de la iglesia local y corresponsable, con el obispo de Roma, de la iglesia universal). Pero la actual reforma litúrgica ha hecho aparecer otras funciones complementarias.
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1. MODERADOR DE TODA LA VIDA LITÚRGICA. El obispo, como gran sacerdote de su grey (SC 41), viene descrito como el moderador de toda la vida litúrgica de su iglesia (SC 22). La LG 26 traza sus componentes esenciales con referencias a algunos sectores de la vida eclesial.
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a) Presidente de la asamblea litúrgica. Toda legítima celebración eucarística está presidida por el obispo, al que se le ha confiado el encargo de prestar y regular el culto a la divina majestad; de aquí se sigue que el obispo tiene la responsabilidad primaria de la participación activa, consciente y plena de su pueblo en la liturgia (SC 14), organizando, mediante una eficiente comisión litúrgica (SC 45) [-> Organismos litúrgicos] todas las iniciativas de catequesis y de -> formación tanto del clero como de los laicos. Para ser también el modelo de esa presidencia celebrante, el obispo deberá hacer de la misa episcopal un tipo ejemplar de participación promocional, más allá de la simple fidelidad ejecutiva de los ritos y del decoro formal del ambiente. La SC 41 recuerda la gran importancia de esa vida litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral; de la predicación de estas celebraciones debería brotar también la orientación para una / pastoral litúrgica de cada uno de los tiempos del año y de las fiestas.
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b) Regulación y distribución de los sacramentos, sobre todo de los de la / iniciación cristiana. En un contexto de -> secularización, la función moderadora en el campo sacramental deberá dar la primacía a la función evangelizadora (RO, c. VII, 18.29); por eso el grave problema de la predicación no puede quedar a la iniciativa individual sin una programación de itinerarios catecumenales o cuasi-catecumenales, que se indican también en el RICA. Según este ritual (RICA 44), corresponde efectivamente al obispo asumir la responsabilidad de este proceso de educación en la fe, sobre todo cuando hoy se aplica no sólo a adultos bautizados de niños, pero sin instrucción catequética (RICA, c. IV, 295-305), sino también a muchachos en la edad del catecismo no bautizados (RICA, c. V, 306-313). Además, los obispos no son sólo ministros originarios de la confirmación y únicos del orden sagrado, sino que tienen una responsabilidad en el sacramento de la penitencia, sobre todo procurando que la imagen de este sacramento adquiera una configuración menos individualista (cf. SC 27).
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c) Promoción de la oración eclesial. Al obispo compete promover la oración litúrgica de las Horas en todas las categorías de fieles, pero también presidirla en la catedral (OGLH 20), además de regular los ejercicios sagrados de su iglesia particular, que de este modo gozan de particular dignidad (SC 13). Para hacerlo no solamente debe ser maestro de oración, sino también modelo; no sólo en sentido ejecutivo, sino también creativo en la necesaria adaptación recomendada por el concilio (SC 40).
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2. EL CARISMÁTICO DE LA SÍNTESIS. Con este título se hace referencia a la primacía de la función carismática del obispo, que nace no tanto de su investidura canónica o jurídica de unos poderes, sino de la epíclesis de la ordenación que ha invocado sobre él al Espíritu de soberanía que forma jefes y pastores. Esta unión, que caracteriza la acción de los apóstoles en la iglesia naciente (He XV, 28: "el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido"), debe poderse expresar en una continua búsqueda, en prudente discernimiento, en una valiente promoción de todos los carismas que el Espíritu suscita en su iglesia: en este sentido, el obispo debe saber hacer la síntesis de los carismas, además de poseer el carisma de la síntesis. Esta síntesis carismática no es absorción, sino capacidad de reducir a lo esencial del evangelio tanto en la predicación como en el gobierno; es la fuerza del Espíritu para hacer resonar el kerygma de la fe en Cristo resucitado en todo su poder (Rom I, 16); en la dedicación continua a ejercer una paternidad en el consejo presbiteral, "no como dominadores que hacen pesar su autoridad sobre la porción de los fieles que les ha correspondido en suerte, sino sirviendo de ejemplo al rebaño" (1º Pe V, 3). El retrato más hermoso del obispo y de su acción pastoral parece ser el que traza Pablo en 2º Cor III, 2-3: hacer de su comunidad una carta escrita en el corazón de sus fieles, "no con tinta, sino con el Espíritu de Dios viviente".
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E. Lodi
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BIBLIOGRAFÍA: Alessio L., La imagen del obispo en la liturgia del aniversario de la consagración episcopal, en "Liturgia" 23 (1968) 255-314; Aroztegui F., Mención del obispo en las plegarias eucarísticas, en "Phase" 78 (1973) 505-509; Augé M., El servicio episcopal en las misas del Papa Vigilio (s. VI) .v en el Vat. II (s. XX), ib, 28 (1965) 239-243; Basset W., La competencia del obispo local en el sacramento del matrimonio, en "Concilium" 87 (1973) 47-62; Hurley D., La oración del obispo en su iglesia, en "Concilium" 52 (1970) 209-212; Jungmann J.A., El obispo y los "sacra exercitia'; ib, 2 (1965) 51-59; McManus F.R., El poder jurídico del obispo en la constitución sobre la sagrada liturgia, ib, 32-50; Oñatibia 1., Renovación litúrgica e Iglesia catedral, en "Phase" 31 (166) 46-56; Pascher J., El obispo y el presbiterio, en "Concilium" 2 (1965) 25-31; Rahner K., Sobre el episcopado, en Escritos de Teología 6, Taurus, Madrid 1969, 359-412; Sklba R.J., Obispo, plegaria y espiritualidad, en "Phase" 142 (1984) 375-384; Vagaggini C., El obispo y la liturgia, en "Concilium" 2 (1965) 7-24; Van Cauwelaert J., La oración del obispo en su comunidad, ib, 52 (1970) 213-218; Weakland R.G., El obispo y la música para el culto, en "Phase" 142 (1984) 362-373; VV.AA., Teología del episcopado (XXII Semana Española de Teología), Madrid 1963; VV.AA., Episcopado, en SM 2, Herder, Barcelona 1976, 607-639. Véase también la bibliografía de Insignias, Ministerio y Orden.

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sábado, 2 de abril de 2011

LA SOMBRA ALARGADA DE LA EXTREMA DERECHA

por José María Castillo (Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)

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Resulta indignante la pertinaz presencia (en Estados Unidos, en España, en no pocos países de América Latina…) de la extrema derecha. Entre otras razones, por el daño que la extrema derecha le está haciendo a la derecha y, por supuesto, a la democracia. Desde luego, sabemos que no se pueden identificar los grupos españoles de extrema derecha con los neocons americanos.

Pero, sean cuales sean los matices que caracterizan a cada uno de estos movimientos, hay cosas muy serias en las que casi todos ellos coinciden. Y de eso quiero hablar.

No pretendo hacer la historia del conservadurismo más integrista. Ni aquí se trata de analizar las razones de fondo que lo alimentan. Lo que yo quiero apuntar –nada más que apuntar– es una lista de hechos que se dan donde hay gente de marcada orientación “neoconservadora”.

Resulta elocuente recordar algunas de las “causas” que defienden. Y también las que atacan. Se les llame “extrema derecha” o se diga de ellos que son “neocons”, en cualquier caso:

- No toleran que los homosexuales gocen de los mismos derechos que los hetero…

- Su lucha en favor de la vida se centra sobre todo en la lucha contra el aborto.

- Recelan de los inmigrantes o actúan abiertamente contra ellos.

- Están en contra de la eutanasia, lo que puede provocar situaciones de extremo dolor en el caso de algunos enfermos terminales.

- Aceptan a regañadientes el divorcio.

- No toleran la igualdad de derechos entre hombres y mujeres.

- No aceptan el uso de anticonceptivos, por ejemplo el uso del preservativo, aunque sepan que eso puede causar el aumento de enfermos de SIDA.

- Se muestran a favor de la guerra contra los árabes (guerras de Irak, Afganistán, …).

- Pretenden que los presuntos “derechos de Dios” estén por encima de los “derechos de los hombres” .

- Les importa más el buen nombre de los curas que la dignidad de las víctimas de los curas.

- Buscan su apoyo en la Iglesia más tradicional, su moral, sus tradiciones…

- Se empeñan en defender causas perdidas, por ejemplo, el evolucionismo, el creacionismo, …

La lista se podría alargar mucho más. Y, desde luego, estoy de acuerdo en que no todos defienden la lista entera que acabo de apuntar. Pero hay una cosa que difícilmente se puede discutir: no sé dónde está el motor último de la mentalidad de la derecha extrema. Ni sé en qué consiste la fuerza de ese motor. Lo que sí ve todo el mundo es que se trata de una fuerza que, en nombre de Dios y de la Patria, defiende los intereses de unos pocos a costa de los derechos de la gran mayoría, sobre todos los derechos de mucha pobre gente que sufre más de lo que humanamente se puede soportar.

Esto supuesto, en este blog de teología, debo afirmar que seguramente quienes defienden los planteamientos más duros de la derecha más dura no se dan cuenta del daño que le hacen a la Iglesia, a la Religión, a la Fe y a la causa de Dios.

Y lo peor del caso es que dentro de la misma Iglesia, y hasta en sus más altas jerarquías, hay personas que se identifican con estas posturas. Lo cual quiere decir, en última instancia, que en la Iglesia hay gentes que creen en un Dios que nadie sabe de dónde se lo han sacado. En el Evangelio no está ese Dios. Ni es el Dios-Padre del que nos habló Jesús.

Quizás sea el “dios” de San Constantino, el emperador del s. IV, que se veneraba como santo y tenía su fiesta el 21 de mayo. Se sabe que este emperador, justamento al año siguiente de presidir el concilio de Nicea, asesinó a su mujer y a su hijo. Pero nada de eso impidió que, entonces como ahora, el poder tuviera más fuerza que la bondad, el respeto y el amor.

miércoles, 23 de marzo de 2011

NO CREO EN TU DIOS (Carta abierta al Párroco que no queremos)

por Raul A. Perez Verzini
(Ingeniero)
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Estimado, no te pongo nombre para que no creas que el problema es con vos. De hecho, los que te han tratado dicen que sos una persona agradable y no juzgo tus intenciones.
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El totalitarismo eclesial vernáculo, cínicamente acostumbrado a tomar decisiones sin consultar a los involucrados, te eligió como párroco de La Cripta. Y vos, quizá siguiendo la antievangélica obediencia debida, aceptaste. Te equivocaste.
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Ya te lo hemos dicho y te lo seguiremos diciendo: No te queremos como párroco. No te recibiremos como párroco. Esta nunca será tu casa.
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Nuestra decisión no es caprichosa. No se trata de rebeldes sin causa. Se trata, como diría Pedro Casaldáliga, verdadero pastor, de una rebeldía que busca la fidelidad a nuestra propia conciencia. Son más de 45 años de una línea pastoral fuertemente anclada en las intuiciones del Vaticano II y la reflexión teológica posterior. Son miles de personas que a lo largo de todos estos años se identificaron con la manera de ser y hacer que nos caracteriza. Y no estamos dispuestos a dejar que se destruya. Estamos preparándonos para dar batalla.
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No pienses que tenemos algo contra vos. El problema es que no creemos en tu Dios.
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No se trata de matices pastorales. No se trata de conservadurismo y monotonía a la hora de celebrar la eucaristía. Ni siquiera se trata de falta de conocimientos bíblicos y teológicos.
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El problema es que no creemos en tu Dios.
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Tu Dios impone uniformidad. El nuestro, celebra la diversidad.
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Tu Dios impone castigos. El nuestro nos mira con misericordia.
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Tu Dios es misógino. El nuestro es Padre, pero sobre todo Madre.
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Tu Dios en monárquico y autoritario. El nuestro, fraterno y participativo.
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Tu Dios se identifica con el totalitarismo vaticano. El nuestro, se expresa en la Biblia y en los signos de los tiempos, y sabe que el sábado fue hecho para el ser humano y no al revés.
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Tu Dios elude el diálogo. El nuestro nos exige reflexionar críticamente.
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Tu Dios nos trata como idiotas. El nuestro como adultos.
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Nuestra parroquia tiene una fuerte tradición iniciada por Quito y continuada por Víctor, donde se ha respetado a los laicos. Donde se ha respetado la libertad de pensamiento y donde sobre todo, se nos ha tratado como adultos. Aquí, como reza la oración del consejo pastoral, somos los laicos los responsables de animar la marcha de la comunidad cristiana.
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A los adultos no se les impone una manera de ser. A los adultos no se les impone un pastor. Los adultos eligen a quien merece ser llamado pastor.
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Vos venís desde otro lugar. A vos te enseñaron que el laico está para obedecer. A vos te enseñaron que las investigaciones teológicas, antropológicas y exegéticas son para la universidad, no para compartirlas con los laicos, demasiado “ignorantes” la mayoría.
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A vos te enseñaron que son más importantes las posturas de la jerarquía que lo que diga la Biblia y el pensamiento moderno. Por eso te toca defender lo indefendible. Por eso no podés sumarte a nuestras expresiones que apoyan a los divorciados, a los movimientos de GLBT, al sacerdocio femenino, al aborto legal, al fin del celibato, a la autonomía del estado y a la democratización de la iglesia entre otras.
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Quizá por eso tus homilías hablan de que Jesús clavado en la cruz podría haber hecho caer un rayo del cielo para vengarse de sus enemigos… La verdad que cuando lo escuche no sabía si reír o llorar… Qué clase de teología te educa? Qué imagen de Dios tenes? Podes afirmar en conciencia que ese es el Dios de Jesús? No, el problema no lo tenemos con vos. El problema es que no creemos en tu Dios. Tu manera de entender el Evangelio y de vivir el cristianismo son incompatibles con nuestra manera de entenderlo y de vivirlo, por eso no sos apto para ser párroco de La Cripta. Ni serás bienvenido a nuestra comunidad.
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No se trata de santidad. Probablemente vos seas más santo que nosotros. No se trata de quién está en la verdad y quien en el error. Nos sabemos en búsqueda permanente y dispuestos a cambiar nuestras opiniones cuando se nos demuestra el error.
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No pretendemos cambiarte. No pretendemos que abandones tus creencias y tus modos de ser. Simplemente te decimos que nosotros tampoco queremos abandonar aquello que creemos y podemos fundamentar como correcto.
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No queremos, como pediste, darte una oportunidad. Te haríamos perder tiempo y nos harías perder tiempo a nosotros. Estamos trabajando duro para contrarrestar el descreimiento y el abandono masivo de jóvenes y adultos que la Iglesia jerárquica, con Ratzinger a la cabeza, ha provocado en la gente. Y por eso exigimos como párroco una persona que respete nuestra caminata y venga a iluminarla con más libertad y más novedad y no a destruir lo hecho hasta ahora.
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Nos hemos tomado en serio las palabras de Jürgen Moltmann, unos de los teólogos más importantes del siglo XX: “Donde la Iglesia no engendre una fe liberadora, sino que difunda opresión, sea esta moral, política o religiosa, habrá que oponerle resistencia por amor a Cristo”.
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Gracias por entendernos.
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lunes, 21 de marzo de 2011

LA RELIGION COMO IDOLATRIA

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Hay una idolatría solapada y que puede pasar desapercibida por lo que es una de las más peligrosas. Cuando la religión se convierte en un ídolo es muy difícil descubrirlo y en la mayoría de los casos nos hace ver lo bueno como malo y lo malo como bueno. Nos produce una distorsión de la mente y del corazón. Se consagra un supuesto orden natural como sagrado, y unas definiciones de la divinidad como intocables. He ahí que habiendo creado Dios el hombre a su imagen y semejanza, vemos ahora a Dios creado a imagen y semejanza de Dios. Es la religión como ideología, y a Dios al servicio de esa ideología. No debe extrañarnos entonces que en nombre de la religión se hayan convertido auténticos crímenes contra la dignidad de las personas y se sigan cometiendo…
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Jesús fue rechazado y condenado por las personas más religiosas de su tiempo (¿a qué nos suena esto hoy?). Y fue rechazado y condenado precisamente porque la gente más religiosa de entonces consideró que era un blasfemo y un impostor, es decir, el enemigo más radical de la religión.
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¿Por qué sucede esto? Cuando el hombre convierte a Dios en un objeto y lo encierra en unas fórmulas dogmáticas, puede domesticar a Dios. Y Dios una vez domesticado queda al servicio de la ideología. Y ya tenemos una religión convertida en ídolo. Hecho esto, el hombre se autoengaña pensando que se relaciona con Dios; bien puede suceder que, en realidad, con lo que se relaciona es con las objetivaciones de Dios que el mismo hombre construye. Y así el hombre queda apresado ilusoriamente en sus mediaciones.
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A partir de aquí la religión convertida en ídolo, impide al hombre escuchar la voz de Dios, y así somete a Dios a sí mismo. De aquí a la deificación de algunos hombres como representantes de Dios y dueños absolutos de su voluntad sólo hay un paso. Así pasó en el cristianismo primitivo; Jesús anunció que era necesario que él se fuera, y que mandaría el Espíritu para dirigir su comunidad. Pero algunos en la primitiva Iglesia pensaron era necesario “sustituir” a Jesús haciéndose sus vicarios; y la cabeza invisible de la Iglesia, necesitó un cabeza visible que representara a Aquel que seguía presente en su Espíritu.
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Esta idolatría como dije al principio es muy peligrosa; este hombre religioso puede llegar a matar por defender a su dios y a su religión. Tiende en nombre de Dios a condenar a los que no piensan como él, y se cree dueño absoluto de la verdad, una verdad inmóvil, absoluta, y que depende del o de los representantes humanos de Dios.
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Estos hombres terminan siendo víctimas de su propia Dios, creación de sus mentes, y terminan viviendo enfrentados con todos los que viven a su alrededor. Son personas débiles, incapaces de enfrentarse a su propia libertad, a tomar decisiones que comprometan su vida. Por eso delegan su libertad en unos personajes a los que creen imbuidos de poderes divinos y de la posesión de la verdad. Los frutos de la religión como idolatría crean muchas víctimas, personas pesimistas, que suelen sentirse siempre perseguidas, y suelen tener delirios de grandezas pensando que ellos son los elegidos para defender la verdad. Por no alargarme más en el siguiente artículo veremos los remedios de todo esto… así que continuará…
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lunes, 14 de marzo de 2011

LA HUMANIDAD DE JESUS Y LA HUMANIDAD DE DIOS

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Hablar de la humanidad de Jesús no es sólo referirse a su sensibilidad o benignidad. Ni, por supuesto, se trata únicamente de afirmar su naturaleza humana. Desde el punto de vista de la teología cristiana, lo más importante, que hay que decir sobre la humanidad de Jesús, es que en ella encontramos el único medio, que tenemos los seres humanos, para conocer a Dios. De tal forma que es precisamente en la condición humana de Jesús donde podemos conocer quién es Dios y cómo es Dios. Más aún, es en la entrañable humanidad de Jesús donde comprendemos la profunda y desconcertante humanidad de Dios.
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Para entender lo que acabo de decir, lo primero es tener claro lo que significa la trascendencia de Dios. Por definición, Dios es el Trascendente, es decir, trasciende todo cuanto pertenece a la capacidad humana. O sea, Dios está más allá del límite último de nuestra posibilidad de conocer, es decir, está fuera del campo inmanente de la nuestra capacidad de conocimiento. Por eso lo propio de Dios es la trascendencia, mientras que lo propio del ser humano es la inmanencia. Entre estos dos ámbitos (de lo existente) hay una diferencia radical, de forma que "lo trascendente" es "lo absolutamente otro" en relación a "lo inmanente". Esta distinción y esta diferencia es indispensable para que resulte posible pensar en Dios y pensar a Dios. En esto radica lo que se ha llamado el "código binario", a partir del cual es posible la religión (N. Luhmann). Desde este punto de vista, podemos afirmar que Dios es "el absolutamente Otro". Hasta el extremo de que, de no ser así, Dios no sería Dios, sino que sería un "objeto" más entre los muchos objetos que elabora la mente humana desde su "inmanencia".
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Dicho esto, se comprende el auto-engaño que representa nuestra forma más absolutamente pervertida de pensar a Dios. Es "esa concepción según la cual Dios sería una realidad, un ser; otro en relación con las realidades del mundo y con su totalidad. Otro, sobre todo, en relación con el sujeto humano" (J. Martín Velasco). De donde se concluye que Dios es otro ser, otra persona, un tú, con el que yo puedo hablar y con el que me puedo relacionar, al que le pido lo que necesito o al que ofendo, como puedo ofender a otro ser humano cualquiera.
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Por otra parte, sobre este "otro", sobre este "", que nos imaginamos que es Dios, hemos proyectado todo aquello que nosotros apetecemos y de lo que carecemos: poder, saber, tener, duración, bondad, felicidad... Y así, nos ha salido un Dios que lo puede todo, lo sabe todo, lo tiene todo, y es la bondad infinita y la felicidad sin límites. Pero, al hacer eso, no nos hemos dado cuenta de que ese "otro", ese "", ese "objeto" es, ante todo, imposible. Quiero decir: es un Dios contradictorio. Porque, tal como es este mundo, que (según decimos) ha brotado de la voluntad y de la decisión de Dios, no puede haber sido creado o pensado por un ser que es, al mismo tiempo, infinitamente poderoso e infinitamente bueno. Porque ambas cosas son incompatibles con el mal, el asombroso y aterrador problema del mal, que padecemos en este mundo.
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Pero hay más. Porque ese Dios, que "opera y se hace presente como un ente particular junto a otros" (K. Rahner), además de contradictorio, es también un Dios inevitablemente conflictivo. Y la razón es clara: si ese Dios es un "otro", que acumula todas las perfecciones que nosotros podemos imaginar, entonces resulta que Dios es infinitamente justo y es juez de nuestra conducta. Ahora bien, tal como es (de facto) la condición humana, los mortales hacemos mucho daño, causamos indecibles males, cometemos demasiadas injusticias. Pues bien, así las cosas, si Dios es el infinitamente justo y el juez que hace justicia, ese Dios entra inevitablemente en conflicto con los seres humanos. Por eso Dios es, para mucha gente, una fuente incesante de miedos, temores confusos, sentimientos de culpa, amenazas y experiencias indescifrables.
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Así las cosas, hay que preguntarse: ¿no estaremos radicalmente equivocados en nuestra forma de pensar a Dios y de hablar de Dios? La respuesta más obvia, que a cualquiera se le ocurre - si es que pensamos a fondo en este asunto -, es que desde la inmanencia, todo lo que pensamos es y será siempre inmanente, puesto que los humanos no tenemos acceso a la trascendencia. Por tanto, desde nuestra inmanencia, no podemos conocer a Dios. Porque, desde el momento en que el Trascendente entra en el campo de nuestra inmanencia, desde ese mismo momento el "absolutamente Otro" degenera en "cosa" y deviene a un "objeto" más de todos los objetos que puede elaborar nuestra mente. Se produce así lo que se ha denominado el proceso de "conversión diabólica" (P. Ricoeur), en virtud del cual el "totalmente Otro" se pervierte y queda reducido a un "otro", todo lo perfecto que nosotros queramos, pero, a fin de cuentas, "otro más". Martín Velasco ha insistido en esto: "la trascendencia de Dios bien entendida, su ser totalmente otro, comporta que, por ser totalmente otro, Dios sea "no otro" en relación con todas las otras realidades". Dicho de forma más sencilla, ese "Otro" al que llamamos Dios, ese "" en el que pensamos que encontramos a Dios, en realidad no es "Dios en sí", sino la "representación" de Dios que nosotros nos hacemos. Una representación distinta según las distintas religiones que nos lo han representado.
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¿Tiene solución y salida el Dios contradictorio y conflictivo al que, no obstante la enorme carga de contradicción y de conflictividad que lleva en sí mismo, nos hemos acostumbrado, lo soportamos y hasta decimos que lo necesitamos y lo amamos? Yo no le veo a este Dios ni solución ni salida por el camino que nos marca la razón, el discurso humano. Porque, si echamos por ese camino, no salimos de la contradicción y de la conflictividad que entraña en sí mismo el Dios que ha podido elaborar la inmanencia. Entonces, ¿qué hacer?
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Dado que el camino de la razón no da más de sí, buscamos la salida por el camino de la Fe. Un camino que se justifica desde el momento en que comprendemos lo que es. Quiero decir: los seres humanos no nos comunicamos, no nos expresamos, sólo mediante razones. Además de eso, y sobre todo, los humanos nos relacionamos y nos expresamos mediante experiencias. Pues bien, seguramente la experiencia más honda y más total de la vida es la Fe, que entraña entrega, confianza, fidelidad... Esto supuesto, según la fe cristiana, a Dios, a quien nadie ha visto jamás (Jn I, 18), lo hemos visto, lo hemos oído, lo hemos palpado, en Jesús de Nazaret, que es la Palabra de Dios hecha humanidad (Jn I, 14), hecha debilidad humana (Jn I, 18; XIV, 8-11; 1º Jn I, 1). Jesús (el Hijo) es el único que sabe quién es Dios (el Padre); y Jesús es quien nos da a conocer a Dios (Mt XI, 27; Lc X, 22).
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La consecuencia, que se deduce de lo dicho, es que Jesús de Nazaret es la encarnación de Dios (Jn I, 14), es la kenosis (vaciamiento) de Dios (Fil II, 7), es (en la cruz) la muerte de Dios, tal como se lo ha "representado" el "cristianismo infantilizado" (Kierkegaard). Y así, precisamente así, Jesús de Nazaret es la humanización de Dios. He aquí la más profunda y la más original aportación que el cristianismo ha hecho a la historia de las tradiciones religiosas de la humanidad.
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Esto quiere decir que a Dios lo conocemos en Jesús. Por tanto, no es Dios el que nos revela quién es Jesús, sino que es Jesús el que nos da a conocer quién y cómo es Dios. O sea, es viendo a Jesús, cómo vemos a Dios. Y conociendo las costumbres, las preferencias, el estilo de vida de Jesús, así es cómo conocemos a Dios y nos enteramos de lo que Dios quiere y lo que a Dios le agrada. Pero no se trata sólo de esto. Hay en todo esto algo que es lo más decisivo. Se trata de caer en la cuenta de que a Dios lo conocemos y lo encontramos en la humanidad de Jesús. Decir que Dios se nos da a conocer en la divinidad de Jesús sería una tautología, tan absurda como afirmar que "lo divino" se nos revela en "lo divino". Por lo tanto, cuando hablamos de la humanidad de Jesús y elogiamos la entrañable humanidad de Jesús, lo más importante que hay en todo eso no es sólo la ejemplaridad de Jesús. Lo decisivo es que, en la humanidad de Jesús se nos da a conocer Dios mismo y, además de eso, también en esa humanidad descubrimos el proyecto de Dios. Porque, en última instancia, lo que Jesús nos enseña es que el proyecto de Dios y lo que Dios quiere de nosotros, no es que nos divinicemos (y menos aún que nos "endiosemos"), sino que nos humanicemos. El proyecto cristiano es hacernos cada día más sencillamente humanos. Por tanto, el proyecto de Dios no es hacernos "religiosos", ni "sagrados", ni "consagrados". En la medida en que todo eso nos eleva sobre la simple condición humana, en esa misma medida nos separa, nos divide, es origen de categorías y distinciones, dignidades, poderes y privilegios que enfrentan a unos con otros. Todo eso nos deshumaniza. Y Jesús no lo quiere, lo detesta.
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Por esto, sin duda, Jesús se enfrentó con la religión y sus dirigentes, con el templo y sus sacerdotes. La "humanidad" es algo tan decisivo para Jesús, que, por defenderla, le costó la vida. En eso vio Jesús que se jugaba el ser o no ser de su mensaje. Y esto -lo digo con todo respeto y sinceridad- es lo que nunca comprendió Pablo de Tarso. Pablo no conoció al Jesús terreno, ni le interesó su humanidad. Sólo conoció al Resucitado (Gal I, 11-16; 1º Cor IX, 1; XV, 8; 2º Cor IV, 6). Y llega a decir que el Cristo "según la carne" (en su humanidad) no le interesa (2º Cor V, 16). Por eso Pablo no se interesa por el Dios que se nos revela en Jesús. El siguió creyendo en el Dios de Abrahán (Gal III, 16-21; Rom IV, 2-20) (U. Schnelle).
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Pero todo esto necesita todavía una explicación que es determinante. Lo humano "químicamente puro" no existe, ya que "lo humano" está siempre fundido con "lo inhumano". Porque es inherente a la condición humana, no sólo la limitación, sino además la inclinación al mal. Humano es amar. Y humano es odiar. Humana es la generosidad y humano es el egoísmo, etcétera, etcétera. Esto supuesto, se comprende que el proyecto cristiano es un proyecto de humanización, en el sentido de ir liberándonos progresivamente de la deshumanización que todos llevamos fundida en nuestra vida, para poder hacernos así cada día más profundamente y más plenamente humanos. Llegar a ser plenamente humanos no está a nuestro alcance. Por eso necesitamos de Dios. Y ése es el significado que tiene el recurso a Dios. Para que, mediante la fuerza de su Espíritu, podamos acercarnos al ideal de nuestra plena humanidad.
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Por último, ¿en qué consiste el proyecto de nuestra humanización? Lo humano se contrapone a lo divino. Lo divino se asocia al poder, a la gloria y a la grandeza sin límites. Por el contrario, lo humano se relaciona con la debilidad, la limitación incluso la fragilidad. De hecho, lo mínimamente humano, lo común a todos los humanos, se reduce a la "carnalidad" y la "alteridad": todos los humanos somos de carne y hueso (carnalidad); y todos los humanos nos necesitamos los unos a los otros (alteridad). Pues bien, siendo así la condición humana, se comprende que la tentación satánica fundamental sea la apetencia de "ser como Dios" (Gen III, 5). Es decir, ser más que los otros y estar sobre los demás. De ahí, la violencia en todas sus formas. Por eso, según los evangelios, Jesús nos marca el camino de nuestra humanización porque el proyecto de vida que nos trazó fue no querer estar nunca sobre los demás, sino estar siempre con los demás, especialmente con los últimos, con los que están más abajo, hasta acabar, él mismo, como el último. Una vida entendida así, se traduce en unión, solidaridad y felicidad compartida.
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sábado, 5 de marzo de 2011

EL PUEBLO Y SUS DIRIGENTES

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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El Papa Benedicto XVI, en el segundo volumen que acaba de publicar sobre Jesucristo, afirma y argumenta con claridad y decisión que los responsables de la muerte de Jesús no fueron los judíos o el pueblo de Israel, sino los sumos sacerdotes, es decir, los dirigentes de la religión y supremos mandatarios del templo. Es éste un asunto sobre el que se ha escrito mucho y que ha sido ampliamente analizado por los mejores estudiosos, tanto del judaísmo como del cristianismo. Un asunto, además, sobre el que existe un amplio y generalizado consenso. Benedicto XVI ha demostrado así, una vez más, sus profundos conocimientos teológicos y su excelente documentación bíblica.
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No pretendo aquí repetir lo que cualquiera puede encontrar en el libro del Papa (de próxima aparición) o en otros estudios más específicos que se han publicado, en los últimos años, sobre este importante argumento teológico. Sólo quiero fijarme en dos cuestiones que me parecen de especial actualidad: 1) el antisemitismo; 2) la violencia de las religiones.
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En cuanto al antisemitismo, yo confieso que recuerdo, con dolor y escándalo, cómo durante muchos años, en las solemnes oraciones que se hacían en la liturgia del Viernes Santo, al recordar la pasión y muerte del Señor, el obispo o sacerdote, que presidía la ceremonia, pedía a todos los fieles orar "por los pérfidos judíos". Era una demostración deforme y patética del desprecio que, seguramente sin pretenderlo, la liturgia católica fomentaba en un momento tan sagrado y solemne como es la ceremonia de los Oficios del Viernes Santo. La cosa venía de lejos. Desde el año 70, cuando las legiones romanas entraron en Jerusalén y arrasaron la ciudad y el templo, no dejando piedra sobre piedra. Desde entonces, el pueblo de Israel, como el "judío errante", se ha visto obligado a vivir disperso, sin patria y sin hogar. Y teniendo que soportar la intolerancia y el desprecio de gobernantes que con frecuencia eran tan "cristianos" como faltos de escrúpulos y sobrados de no sé qué falsa ortodoxia. Hoy nos resulta incomprensible hasta dónde llegaron las cosas en España con la triste y famosa manía persecutoria contra quienes no podían demostrar su "pureza de sangre". Basta leer las Cartas de España, de Blanco White, para hacerse una idea la irracional intolerancia que se vivía en la España del s. XVIII contra quienes no podían probar que no estaban contaminados por la sangre impura del pueblo deicida. Es de vergüenza.
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Pero lo más grave no es esto. Lo peor de todo es la violencia que entraña la identificación con un "Dios" al que se acepta como "el único verdadero". Lo que entraña inevitablemente que todos los demás son "falsos". Tienen razón Ulrich Beck cuando dice que "el universalismo humanitario de las personas creyentes descansa en la identificación con Dios y en la satanización de quienes se oponen a él". Que son los "siervos de Satán", según se ha dicho desde san Pablo a Lutero. Las tensiones religiosas, las persecuciones motivadas por las creencias religiosas, las descalificaciones, humillaciones, desprecios, insultos... todo eso, que nace de corazones "muy religiosos", es la demostración más patente de que la religión puede ser una bendición o un peligro. Y es cosa que está a la vista de todos. Sin ir más lejos, ¿no tiene uno la impresión de que palpa o roza estas violencias leyendo algunos comentarios que se deslizan en este blog y en tantos otros que plantean problemas relacionados con la fe religiosa? Posiblemente, a todos nos hace falta, mucha falta, ir desplazando nuestras creencias de la fe cuya meta es la verdad incuestionable a la fe cuya meta es la humanidad entrañable.
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lunes, 14 de febrero de 2011

LA "PELIGROSA" SEGURIDAD DE LA FE RELIGIOSA

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Ante todo, pido disculpas por mi silencio en el blog en los últimos días. La apremiante urgencia de un trabajo, que tenía que entregar para un congreso, no me ha dejado tiempo para colaborar como es mi deseo. Además, no estoy seguro de que podré escribir un nuevo post la semana próxima, que viajaré a Mexico DF. Esté donde esté, intentaré seguir los comentarios, en la medida de lo posible.
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Como es lógico, no puedo responder a las numerosas cuestiones que han planteado los visitantes de los últimos días. Por supuesto, agradezco las aportaciones de todos. Porque de todos aprendo. Y todos, aunque no estemos de acuerdo unos con otros, nos hacemos bien y nos ayudamos mutuamente. Ver así las cosas -pienso yo- es una de las actitudes más enriquecedoras que hay en la vida. Enriquecedoras, para nuestra humanidad y nuestra espiritualidad.
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Digo esto porque cada día veo más claro la enorme importancia que tiene la tesis, que tan vigorosamente defendió el Concilio Vaticano I (año 1870), sobre la "libertad de la fe", contra las teorías de Georg Hermes. El Concilio afirma que, mediante el acto de fe, "el hombre presta obediencia libre a Dios, ya que asiente y colabora con su gracia, a la que podría resistir" (DH 3010). La fe cristiana es, por tanto, un acto libre. De forma que, de no serlo, dejaría de ser un acto religioso. La fe no puede ser nunca el resultado de una evidencia que se nos impone, sino que es una convicción que se acepta y se asume libremente. Además, si todo esto se piensa detenidamente, pronto se da uno cuenta de que la fe en Dios no puede ser de otra manera, ni puede tener otra estructura. Porque, si hablamos de Dios, estamos hablando, desde nuestra "inmanencia", de algo que se sitúa en el ámbito de la "trascendencia". Pero la "trascendencia", por definición, es aquello que nos trasciende, es decir, que está más allá del límite último al que nosotros (desde nuestra inmanencia) podemos llegar con nuestro conocimiento. Por tanto, nosotros no podemos conocer a Dios en sí. Sólo podemos conocer de Dios las "representaciones" que de él nos hacen las religiones. Desde la "inmanencia", todo lo que sabemos, pensamos o decimos es necesariamente e inevitablemente "inmanente". También la Biblia y todos los libros sagrados pertenecen al ámbito de la "inmanencia". Resignémonos a que es así. Y siempre tiene que ser así. Dejemos, pues, a Dios ser Dios. Y no hagamos de él un "objeto" mental que nos da seguridad o que nos libra de no sé qué sentimientos de miedo o de culpa.
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Hay gente que habla de Dios como si hubiera estado desayunando con él esta mañana. No, por favor. Aceptemos que Dios es Dios, o sea que no es un "otro" al que nosotros le hemos puesto todas las cualidades que nosotros apetecemos (poder, saber, bondad...). No. Eso no es Dios.
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Por lo demás, no es lo mismo certeza que seguridad. Yo tengo certeza en mis convicciones más firmes. Pero, sobre esas convicciones, no puedo tener la certeza que me da una ecuación matemática pura. Yo estoy convencido de que mi madre me quiso mucho. Pero sobre esa convicción no tengo la seguridad que tengo cuando digo que dos y dos son cuatro.
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Es lamentable que muchas personas, por ignorancia de los principios más básicos de la hermenéutica, se aferren a una seguridad que les hace daño a ellos. Y desde la que pueden hacer daño a otros. Todo acceso a la realidad es, por eso mismo, una interpretación de la realidad. Y mucho más cuando hablamos de una realidad que nos trasciende. Nunca insistiremos bastante en la relación inevitable que existe entre "conocimiento" e "interés", como ya explicó con enorme profundidad J. Habermas, hace más de cuarenta años. Los "intereses rectores de conocimiento" funcionan en todos nosotros sin que nosotros seamos conscientes de ello. El que piensa que él ve la realidad "tal cual es" y que, por tanto, las cosas son "como él las ve", lo que en realidad está pensando es que todo el que no ve las cosas como él las ve, está equivocado. Una persona que piensa así y se aferra a semejante seguridad, aunque no se dé cuanta de lo que le pasa, es una persona que se ve superior a los demás. Y que, por tanto, piensa que los demás tienen que aprender de él, en tanto que él está llamado a enseñar. Y no tiene por qué modificar sus criterios, sus puntos de vista, sus propias seguridades. De una postura así, al fundamentalismo o incluso al fanatismo, hay sólo un paso. Por esto exactamente, creo yo, son tan peligrosas ciertas posturas religiosas.
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Para terminar, sólo quiero pedir a cuantos lean este post que nadie piense que yo me siento seguro en todo lo que pienso, en lo que creo, en lo que vivo o en lo que decido. Tengo mis convicciones firmes y fuertes. Y conste que una de esas convicciones es que constantemente debo luchar para saber armonizar, en mí, mis propias convicciones y mis propias certezas con las convicciones y las certezas de los demás. Sólo así -creo yo- se puede ser verdaderamente humano y siempre buena persona, por encima de todo lo demás.
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domingo, 13 de febrero de 2011

¡POR FAVOR! QUE NOS HABLEN DE DIOS!

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Me llama la atención, y me preocupa, que en la Iglesia se nos hable tan poco de Dios. Obispos, curas, cristianos de derechas y de izquierdas, casi todos andamos enzarzados en discusiones sobre muchas cosas. Asuntos relacionados con lo que opinan los políticos, los periodistas, los científicos, los hombres de negocios, los economistas, los progresistas y los conservadores. Nos preocupa todo eso. Y por eso hablamos tanto de esas cosas. Señal de que todo eso es lo que nos apasiona. ¿Y de Dios? ¿No tenemos nada que decir?
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Seguramente, y sin darnos cuenta de lo que ocurre, la pura verdad es que de Dios hablamos. Pero lo hacemos de forma que damos de él una imagen lamentable. Con nuestras divisiones, conflictos y enfrentamientos, con nuestros insultos y mututas agresiones, con las cosas extravagantes que decimos y hacemos, con todo eso, lo que pasa es que muchos ciudadanos terminan pensando y diciendo que hablar con "gente religiosa" es hablar con "gente rara", gente que vive en "su mundo". Porque no tenemos los pies en la tierra, sino que, con frecuencia, damos la impreisón de andar por las nubes. Así, lo que conseguimos, es dar una imagen de Dios que resulta lamentable, desagradable, sospechosa, quizá insoportable.
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Y entonces pasa lo que estamos viendo: es ya demasiada la gente que "puentea" a la Iglesia, pasa por encima de ella, precinde de obispos, curas y teologías, y prefiere entenderse directamente, y como puede, con Dios.
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¿Por qué no hablamos más de Dios? ¿Es que no sabemos hablar de eso? ¿Es que nos da miedo? ¿Es que no tenemos nada que decir sobre esa cuestión fundamental? Jesús habló constantemente del Padre porque hablaba constantemente con el Padre. Nuesto silencio sobre Dios es la denuncia más fuerte de nuestra falta de experiencia de Dios. Si lo que de verdad nos apasiona en la vida es la política, el dinero, los cargos, ascensos y dignidades, ¿cómo vamos a poder hablar de Dios?
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EL FANATISMO: PELIGRO DE ALTA TENSIÓN

por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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Por desgracia, es frecuente encontrar en la vida gente fanática. Hay fanáticos en el mundo del pensamiento, del deporte, de la política... Y por supuesto, también en la religión. Sobre todo, cuando política y religión se refuerzan mutuamente. En ese caso, el fanatismo desemboca inevitablemente en las formas más aberrantes de violencia. Pero, ¡antención!, no nos engañemos hablando de este asunto con ligereza. Uno de los estudiosos, que ha analizado con más seriedad el fenómeno del fanatismo, ha sido Amos Oz, reconocido intelectual comprometido con el proceso de paz en Oriente Medio. Pues bien, este escritor israelí, galardonado por sus trabajos sobre este espinoso problema, ha dicho acertadamente que "el fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera".
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Fanatismo viene del término latino fanum, que significa sagrado, era (en la religión romana) un lugar sagrado. De ahí que profano es lo que está fuera del espacio sagrado. Por lo tanto, se puede afirmar que fanatismo es la postura y la convicción de quien hace de sus ideas algo literalmente sagrado, por más que él no se dé cuenta de lo que hace. Y, como es lógico, el que hace de sus ideas o de sus preferencias una "realidad sagrada", por eso mismo convierte sus ideas y sus gustos en algo intocable, incuestionable, indiscutible. Lo cual ya es molesto y suele ser origen de conflictos y situaciones conflictivas en las que hablar con calma y sosiego, dialogar en paz y con buena voluntad, todo eso resulta sencillamente imposible.
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Pero en el fanatismo hay algo peor y mucho más peligroso. El citado Amos Oz se ha dado cuenta de lo más destructivo que entraña el fanatimso y lo ha formulado así: "Creo que la esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar". Aquí está el verdadero problema. Porque quien va por la vida pretendiendo obligar a los demás a que cambien de ideas, de convicciones, de preferencias, de conducta..., quien hace eso en la vida es inavitablemente una persona que va faltando al respeto, agrediendo a todo el que no piensa o vive como él, despreciando a mucha gente y, si es necesario, un individuo puede terminar siendo un auténtico terrorista. Un terrorista que a lo mejor no pone bombras, ni mata a nadie. Pero bien sabemos que hay terroristas del espíritu, que se sienten con derecho a insultar, ofender, humillar, despreciar, denunciar, amargarle la vida a otras personas. Y, además, hacen todo eso tan tranquilos. Más aún, con la conciencia de que es eso lo que tienen que hacer.
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Desgraciadamente, los terroristas del espíritu abundan en las religiones. Cosa temible. Porque pueden llegar a ser las peorres personas del mundo con la mejor conciencia del mundo. No sé si este tipo de gentes tienen solución. Lo dudo mucho. Sea lo que sea de este asunto, lo que es seguro es que los terroristas del espíritu son los que más daño le hacen a la causa de Dios. He ahí por qué he dicho que el fanatismo es un peligro de alta tensión.
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