domingo, 5 de junio de 2011

EL OBISPO

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I. Introducción de carácter bíblico-teológico
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El primer ministerio sagrado constituye, sin duda, el punto de partida de la teología de los órdenes, porque los obispos han sido considerados por la tradición cristiana como los sucesores de los apóstoles (o en los apóstoles).
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1. ORIGEN DEL MINISTERIO EPISCOPAL. Ciertamente, no todas las funciones de los apóstoles son transmisibles (por ejemplo, el hecho de haber sido testigos oculares de Cristo); pero no puede negarse que la tradición católica, en el sentido más amplio del término, ha considerado el ministerio de los doce, a los que ya Pablo llama apóstoles por excelencia (cf. 1º Cor XII, 28), como el fundamento de una cadena ininterrumpida destinada a garantizar la perpetuidad de la misión y del servicio ministerial de la iglesia, sobre todo a través de la sucesión episcopal.
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La antigua teología católica nos representaba la sucesión apostólica de manera un poco mecánica, en la continuidad histórica del gesto, ya en uso en el AT, de la imposición de manos acompañado de una oración (He I, 24), que une a cada obispo a uno de los doce apóstoles. Hoy, bajo la influencia del progreso exegético, se tiene en cuenta también el punto de vista que considera la sucesión colegial en el culto, en la doctrina y en la disciplina, ya que estos elementos están unidos entre sí, aunque se considera que continuidad doctrinal y jurídica no son estrictamente constitutivas de la sucesión apostólica.
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Así, no se excluye la existencia de la sucesión apostólica en el caso de divergencias doctrinales notables; mientras, en el campo católico todavía no nos hemos pronunciado oficialmente sobre la validez de la ordenación de los obispos vagos, o sea, sin una esfera pastoral determinada y en desacuerdo con las grandes confesiones cristianas.
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Pero aparte del problema de la naturaleza de la sucesión apostólica, existe el problema de las relaciones entre episcopado y primado del pontífice romano, que constituye uno de los puntos cruciales de la teología patrística y escolástica, y hoy ecuménica.
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En la función del episcopado aparece de manera preeminente el lugar del ministerio de la iglesia, porque en él se concentran las funciones comunes del pueblo de Dios participadas del sacerdocio de Cristo: apóstol (Heb III, 1), obispo (1º Pe II, 15), diácono (Mc X, 45; Rom XV, 8), pastor (Jn X, 11; Heb XIII, 20), sumo sacerdote (Heb III, 1), rey (Jn XVI, 17), maestro (Mt XXIII, 8), profeta (Jn VI, 14; He III, 22). Si hay una igualdad básica entre los fieles que se extiende a las funciones comunes del pueblo sacerdotal, existe, sin embargo, una diferencia en los miembros del pueblo de Dios; efectivamente, la Escritura no menciona únicamente a los miembros hechos santos-elegidos-redimidos, adornados de diversos carismas para la edificación del pueblo de Dios (1º Cor XII, 4-11; Rom XII, 6s), sino también a aquellos que poseen carismas especiales de enseñanza, de gobierno y de santificación en la iglesia. Así como se da una cierta identidad entre Cristo y la iglesia y al mismo tiempo Cristo se sitúa frente a la iglesia como la cabeza de su cuerpo; así, respecto al servicio del ministerio ejercido por medio de la comunidad, existe el servicio de la comunidad misma, o sea, el servicio en que la iglesia es el objeto servido. Ahora bien, el carácter de servicio que cualifica al ministerio particular en la iglesia, o sea, el conjunto de los servicios hechos a la iglesia (cf. 2º Cor III, 10; Gál II, 9), encuentra en la persona del obispo su principal intérprete y titular.
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Pero no por ello los titulares de esta diaconía episcopal dejan de ser miembros del pueblo de Dios, y por tanto mantienen relación de igualdad entre ellos y con los otros miembros de la iglesia; desde otro punto de vista, están subordinados a la iglesia, porque el apóstol debe hacerse "todo para todos" (1º Cor IX, 22).
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Sin embargo, en el NT y en el magisterio eclesial no aparece absolutamente claro que el episcopado constituya solo y de por sí la iglesia, ni que él solo comprenda todos los ministerios; efectivamente, las funciones comunes de los ministerios no derivan del episcopado, sino del régimen dispuesto por Cristo para su iglesia; como el episcopado no deriva del papado, así las funciones comunes del pueblo de Dios no derivan del episcopado; ni su afirmación disminuye el ministerio episcopal, sino que más bien constituye su necesario complemento. La cuestión de si el episcopado es necesario para el ser de la iglesia (ad esse), para su plenitud (plenum esse) o solamente para el bienestar (bonum esse), planteada por la teología anglicana, parece en el fondo secundaria en el plano pastoral.
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a) Datos bíblicos. En el catolicismo de los comienzos, o sea, hacia el final del s. 1, como nos atestiguan sobre todo las cartas pastorales y otros escritos de la época, se afirma la existencia de una episkopé dentro del presbiterio (1º Tim IV, 14): frecuentemente son discípulos de los apóstoles que tienen como tarea conservar lo que han recibido (1º Tim I, 12-17; 2º Tim I, 8-13; II, 3-10), vigilar sobre el patrimonio de la fe heredado de los apóstoles (1º Tim VI, 10; 2º Tim I, 12s; Tit I, 1s) y organizar los ministerios eclesiásticos (1º Tim IV, 14; 2º Tim I, 6; II, 1s; III, 1-5). Según Tit I, 5s parece que esta función episcopal corresponde a los ancianos; de todas formas, ni éstos ni los diáconos son llamados episkopoi, ya que el término se usa solamente en singular (Tit I, 7; 1º Tim III, 2). Por tanto, el que el título de obispo se reserve a un determinado miembro del colegio de ancianos señala una etapa importante de un proceso que, después de la caída de Jerusalén y al final del episcopado de Santiago, llevará a la afirmación, sobre todo en Oriente, del episcopado monárquico.
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b) De la iglesia apostólica a la época patrística. Hacia finales del s. I la cristiandad presenta dos tipos de estructura jerárquica: el episcopado monárquico en todo el Oriente (antioqueno), y el colegio de los presbíteros-obispos en el Occidente (romano), que tiende cada vez más a evolucionar hacia la monarquía episcopal. Roma poseyó desde el principio esta sucesión de un obispo único a la cabeza del presbiterio que lo elegía; en Oriente, el obispo cabeza de la iglesia local es postulado casi por la necesidad de combatir las herejías (sobre todo el gnosticismo). La eclesiología occidental se concentró luego en señalar que la función episcopal de Jerusalén, unida durante un tiempo a la de Antioquía, se había transferido a la capital del imperio romano.
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El problema común a estas diferentes concepciones de la eclesiología de los ministerios, tanto de Occidente como de Oriente, es siempre el de fundamentar, partiendo de la historia de la revelación y del dogma, el derecho divino (en sentido estricto y primario) de la división del orden ministerial en los tres grados de episcopado-presbiterado-diaconado. Sin embargo, la estructura del ministerio eclesiástico, que coloca en el primer puesto de la jerarquía al obispo respecto a los otros dos, es el resultado de un cierto desarrollo dogmático; así como lo es también la fijación del canon escriturístico y el número septenario de los sacramentos.
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El ministerio episcopal, como ministerio de supervisión, podrá cambiar sus connotaciones históricas con los tiempos; por ejemplo, en el s. III, en África solamente se consideraba al obispo sacerdos y presidía solo la eucaristía; pero después del concilio de Nicea, en el s. IV, la situación aparece invertida, porque también a los presbíteros se les llama sacerdotes, representan al obispo en la propia región y celebran la eucaristía, mientras que al obispo se le reserva la función de jefe del presbiterio y la responsabilidad del cuidado pastoral de la región (obispo regional).
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c) De la época patrística a la edad media. Tras la época patrística se da una progresiva sacralización de los ministerios, sobre todo el del obispo, en concomitancia con el debilitarse de la conciencia del sacerdocio común de los fieles: la eclesiología que hace de la iglesia como un reino de los cielos sobre la tierra (época carolingia) pone cada vez más en claro en Occidente que el obispo es el sujeto de una potestas, de la que el obispo de Roma aparece como el emblema y prototipo, ya que posee las llaves supremas de este reino.
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En la preescolástica, la teología de los poderes (cf. Pedro Lombardo, Sent. IV, 24,13) llevará a unir casi exclusivamente el orden a la eucaristía, considerada como sacrificio, reforzando así la tesis de Jerónimo y del Ambrosiáster (pseudo-Ambrosio), que a través de Rábano Mauro y Amalario de Metz llegó hasta Pedro Lombardo: entre episcopado y presbiterado no hay diferencia sacramental en este plano cultual. Efectivamente, el aspecto real del gobierno se asigna no al poder de orden, sino al de jurisdicción. Los otros poderes sobre el cuerpo místico (por ejemplo, predicar, perdonar los pecados, guiar al rebaño) los considera la gran escolástica como secundarios respecto al primario sobre el cuerpo eucarístico de Cristo (cf. santo Tomás, S. Th. III, q. 67, a. 2, ad 1), mientras que la doctrina del carácter (presente ya en Agustín), considerado como delegación desde una visión litúrgica (cf. santo Tomás, ib, q. 63, a. 2), servirá para justificar las llamadas ordenaciones absolutas (o sea, hechas no en función de una comunidad) y la celebración de las misas solitarias.
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d) De la reforma protestante al Vaticano II. La reforma protestante, reivindicando el sacerdocio común de los fieles contrapuesto al ministerio jerárquico, identificado con un cierto estilo de vida y un cierto status en la iglesia, acabó por vaciar lo proprium de la función episcopal, reduciendo la ordenación a la simple capacitación para el ministerio de la palabra y a la función organizativa de la comunidad. El concilio de Trento (DS 1763-78), al tratar de la doctrina del sacramento del orden, reafirma la sacramentalidad de los tres grados ex ordinatione divina (preferida a la expresión ex iure divino de los canonistas medievales); pero no superó la llamada teología de los poderes. Después ésta, en la manualística postridentina, llegó casi a identificar el poder de jurisdicción con la misión pastoral, sobre todo del obispo. Este aparece así como un soberano religioso, que ejerce los tres poderes en grado sumo en el vértice de una jerarquía que se contrapone dualistamente al laicado, cuyo sacerdocio real, cultual y profético queda casi ignorado. Antes del Vat. II, la const. ap. Sacramentum ordinis (30 de noviembre de 1974) tuvo el mérito no sólo de restablecer la esencialidad del orden, expresada en la imposición de manos, sino también de haber dejado adivinar la teoría de la sacramentalidad del episcopado.
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2. LA DOCTRINA CONCILIAR. La nueva eclesiología de servicio (diakonia) y de comunión (koinonia), fundada sobre bases cristológicas que el Vat. II desarrolló, ha vuelto a unir con el Cristo siervo-pastor-sacerdote-maestro la doctrina del episcopado, devolviendo a la ordenación episcopal (LG 21) el valor de un don específico derivado de la fuente pneumatológica (LG, c. II), no ya respecto al momento eucarístico únicamente, sino abierto a la misión: ordenados y consagrados para la misión (LG 22). El esquema ternario de las funciones ya no es, por tanto, visto en sentido separado, sino en relación con toda la misión de la iglesia, en la que la consagración hace entrar al obispo en el "ordo episcoporum" (LG 22), o sea, en un cuerpo dedicado colegialmente a la misión universal. Solamente así se funda la presidencia de la comunidad tanto eucarística como pastoral, que corresponde por derecho y por naturaleza al obispo (es una preeminencia de decisión y de verificación), sin reservarle necesariamente el primado de competencia. Así aparece el obispo en el vértice de la jerarquía ministerial (LG 21), distinta en sus tres grados de intensidad del sacerdocio único: la distinción entre estos grados y el sacerdocio de los fieles viene denominada de esencia (LG 10). La teología posconciliar no ha hecho sino desarrollar la perspectiva del ministerio, sobre todo del obispo, como expresión del sacerdocio de Cristo, que vive e intercede por nosotros en la gloria del Padre.
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a) Los desarrollos de la teología posconciliar. El obispo, en esta perspectiva teológica integrada, se hace signo sacramental de Cristo-cabeza frente a la comunidad, con relativos poderes mesiánicos (cf. sínodo episcopal sobre el sacerdocio de 1971). Pero las acentuaciones de este sacerdocio del Cristo-por-nosotros adquieren matices diversos, que afectan a la teología del episcopado. Hay quien pone en primer plano la ministerialidad de Cristo-siervo. Otros prefieren la figura del pastor (H. von Balthasar) para evitar los peligros de nuevos verticismos, en función de la temática del amor gratuito. También el Cristo-profeta o anunciador de la palabra (K. Rahner) se asume como modelo primario del obispo, para subrayar más una teología de tipo relacional-sacramental frente a la institucional y para acreditar el mensaje autorizado de la palabra de Dios en la iglesia, que luego alcanza su culminación de eficacia en la eucaristía. En el tipo del Cristo-mandado o enviado por el Padre al mundo se quiere acentuar la bipolaridad de llamados-enviados (J. Ratzinger y Comisión Teológica internacional sobre el ministerio sacerdotal, 1970). Se insiste en la imagen del Cristo-sacerdote del nuevo sacrificio y culto, con vistas a reunir en el sacerdocio espiritual del pueblo de Dios tanto el culto existencial cuanto el eucarístico-ritual. Hay quien considera sobre todo a Cristo como fuente de gobierno, que deviene signo eficaz de la unidad de la iglesia y hace la síntesis armoniosa de los carismas (W. Kasper). A esta tesis se asocia quien (O. Semmelroth) ve en el obispo el guía ordenador de la comunidad. Finalmente, no falta la corriente pneumatológica, que ve en el carisma episcopal la representación de la iglesia frente al mundo y del Señor resucitado frente a la comunidad, mediante el gesto epiclético de la imposición de manos en cadena histórica como signo de la conformidad de la fe apostólica y como garantía de la acción del Espíritu Santo en la iglesia (E. Schillebeeckx).
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La discusión sobre la naturaleza del carácter del orden, que en la LG 21 y en el PO 2 tiene un valor más funcional y energético respecto al carácter bautismal y crismal, se integra tendencialmente ahora en la declaración Mysterium ecclesiae (n. 6) de la S. Congregación para la doctrina de la fe (24 de junio de 1973) en sentido más ontológico-constitutivo que funcional.
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b) El carisma permanente del episcopado. En sustancia, el carisma permanente del episcopado como primer grado de la jerarquía eclesial se ve hoy en una tensión dialéctica entre la perspectiva universal de la misión de la iglesia, que por su naturaleza se orienta a la salvación del mundo (GS 40s), y el redescubrimiento de la teología de la iglesia local (J. Zizioulas), a cuyo servicio está el obispo para que se mantenga unida en la división. En la superación de una ontología estática de los tres poderes (la precedente doctrina escolástica) y en el rechazo de un empirismo funcional (tendencia protestante) parece residir la síntesis de las diversas tendencias, en cuanto el carisma de la autoridad, entendida en su sentido original de augere (hacer creer), tiene la misión de promover todos los carismas eclesiales, después de haberlos reconocido, con una pastoral de diaconía global de toda la iglesia.
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II. El obispo en la historia de la liturgia
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El rito de la ordenación en su evolución histórica es un test privilegiado para comprender las diferentes acentuaciones de la concepción litúrgica de los ministerios.
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1. DE LA IGLESIA APOSTÓLICA A LA IGLESIA DE LOS PADRES. Las comunidades de las cartas pastorales del NT tomaron un rito de ordenación de los profetas judeo-cristianos para expresar la responsabilidad de ser fieles al evangelio de Pablo, para afirmar la dependencia del Espíritu y para reclutar, mediante la comunidad, a responsables, sobre todo del ministerio de la palabra y, en consecuencia, de las demás actividades internas de la iglesia.
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a) Primer estadio. Los ritos de la Traditio apostolica para la ordenación del obispo parecen el término de un desarrollo que comienza con las ya citadas cartas pastorales. Se describe el carisma episcopal como la fuente del poder de las llaves. Este desarrollo de la teología de la misión se funda en la convicción de que la responsabilidad del obispo en la iglesia se basa en el don del Espíritu que, comunicado en la ordenación, da poderes e impone deberes para un ministerio permanente. Entre las funciones episcopales se enumeran algunas: alimentar el rebaño, distribuir los dones, desatar las ataduras; mientras, en la Didajé (15,1) no se puede deducir ninguna información exacta sobre su autoridad. En las cartas de Ignacio de Antioquía aparece la figura del obispo en relación directa con el Padre (Trall. 3,1; Magn. 6,1; 13,1-2; Efes. 5,2), y en la Epistola apostolorum, c. 41 (del s. II), se atribuye al obispo la paternidad de la iglesia en los diversos servicios del pueblo de Dios. Una concepción más autoritaria parece haber inspirado a Clemente Romano al comparar al obispo con Moisés (Ad Cor. 43,1-6; 51,1), mientras se reconoce que son hombres eminentes que han sucedido a los apóstoles y que nombran responsables con el consenso de todos en la iglesia (44,2-3). También Ireneo defiende la autoridad del obispo ante la necesidad de luchar contra la herejía de Valentín, que la negaba (Adv. Haer. 1, 13,6) en nombre de una autoridad espiritual de la iglesia (recibida con el carisma de profecía) contrapuesta a la ministerial. En los Actos de Pedro y Simón (apócrifos gnósticos del s. II) se habla del rito de imposición de manos como necesario para la ordenación de los obispos, al igual que se creía lo había sido para los apóstoles mismos por parte de Cristo (c. 10).
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En el s. III, la Tradición apostólica de Hipólito nos describe la ordenación con una elección por parte de la comunidad y con la participación de los obispos más cercanos (c. 2). Es digno de consideración el hecho de que se habla de imposición de una sola mano, quizá para indicar que, más que concentrarse sobre el rito, es necesario considerar la fuente misma del poder, concebido en la plegaria de ordenación como el principio energético del Logos ("espíritu de soberanía"). Solamente el obispo tiene el poder de transmitir el Espíritu Santo al ordenando, porque él mismo lo ha recibido por medio de la ordenación episcopal, que lo establece en la iglesia local para la que está llamado y a la vez le especifica las principales funciones en relación con las actividades internas a la iglesia. Este texto clásico es todavía hoy fundamental para describir la misión del obispo; por eso la reforma posterior al Vat. II lo ha incluido en su Pontifical (RO).
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Pero el problema litúrgico afecta al rito de la imposición de manos, derivado del AT (Núm 27,18-23); efectivamente, en la literatura latina del s. ni se le atribuye un sentido aparentemente diverso del de Pablo (1º Tim IV, 14; 2º Tim II, 6): de signo del don de un cierto carisma se pasa al signo de una delegación de la autoridad de la iglesia, análogo a la semikhah (imposición de manos) rabínica. La oscilación de significado del gesto de ordenación entre la naturaleza de mandato jurídico con carácter funcional (Didascalía siriaca y tradición latina) y de cualidad inherente y permanente, que le atribuye la posterior teología latina, no disminuye el valor colegial de la ordenación hecha al menos por tres obispos (conc. de Nicea, 325). La reinterpretación del gesto ritual se refleja en la concepción del papel del obispo, concebido como un carisma especial en la iglesia, del que el obispo es solamente el mediador: un poder que le permite dar a otros un carisma semejante. Después, en los diversos ritos de ordenación, se considerará al obispo como sucesor de los apóstoles, de los profetas y de los patriarcas (Eucologio de Serapión, s. IV); y también "mediator" (en los Sacramentarios romanos); "pastor et rector" de una iglesia local ("ordenado para...": solamente en el s. XlI adquirirá valor patrimonial), hasta llegar a ser una figura sacral, heredera del sumo sacerdocio veterotestamentario (Aarón).
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b) De la época carolingia a los Pontificales. Pese a la introducción por la iglesia siríaca (Constituciones apostólicas IV, 2-V, 12) del rito de la imposición del evangelio sobre la cabeza del elegido, como referencia a su misión profética además de cultual, las modificaciones del ritual de la época carolingia hasta la codificación de los Pontificales romano-francos contribuirán a reforzar la imagen digamos pontifical del obispo. El desplazamiento del rito de ordenación del final de la liturgia de la palabra a después del gradual; la unción de la cabeza (por analogía con las otras funciones sacramentales); la entrega del anillo, primero, y del báculo, después, además de las suntuosas vestiduras sagradas; la añadidura posterior de la unción también de las manos; la entrega de la mitra (reservada antes solamente al papa); la toma de posesión de la cátedra episcopal convertida en trono, son el signo de esta primacía de lo jurisdiccional, que asimila al obispo a un soberano feudal, en un contexto de drama sacro que garantiza su legitimación social. Su autoridad parece derivar no del carisma del Espíritu, sino de la investidura canónica expresada en el mandato papal exigido para la ordenación.
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c) La reforma del Vaticano II. En la reforma del rito de ordenación reaparecen los puntos clave de la doctrina conciliar, sobre todo en la homilía y en las preguntas del obispo presidente (RO, c. VII, 18 y 19): predomina la figura del obispo como pastor del pueblo de Dios más que como guardián de la fe o como modelo irreprensible; prevalece la referencia a la figura de Cristo pastor-maestro-sacerdote (colecta [Misal Romano, Misas rituales: para las órdenes sagradas] y oración de consagración de Hipólito [RO, c. VII, 26]), considerado en la unión con los apóstoles y los obispos; se han recortado los ritos de la unción de la cabeza y de las entregas con fórmulas menos triunfalistas (RO, c. VII, 28-32). Sin embargo, se puede observar que el tema de la colegialidad no ha encontrado todavía una adecuada expresión ritual, así como tampoco una caracterización de las funciones prerrogativas del obispo a tenor de la tradición (predicación litúrgica, presidencia de la eucaristía, reconciliación de los penitentes, dirección de la iniciación cristiana).
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III. El actual ministerio episcopal en la liturgia
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Las notas características de la tradición nos han revelado tres funciones esenciales del ministerio episcopal: el carácter colegial del episcopado ("ordo episcoporum"); la sucesión apostólica (jerarquía de orden); la función pastoral en la iglesia (centro constitutivo de la iglesia local y corresponsable, con el obispo de Roma, de la iglesia universal). Pero la actual reforma litúrgica ha hecho aparecer otras funciones complementarias.
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1. MODERADOR DE TODA LA VIDA LITÚRGICA. El obispo, como gran sacerdote de su grey (SC 41), viene descrito como el moderador de toda la vida litúrgica de su iglesia (SC 22). La LG 26 traza sus componentes esenciales con referencias a algunos sectores de la vida eclesial.
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a) Presidente de la asamblea litúrgica. Toda legítima celebración eucarística está presidida por el obispo, al que se le ha confiado el encargo de prestar y regular el culto a la divina majestad; de aquí se sigue que el obispo tiene la responsabilidad primaria de la participación activa, consciente y plena de su pueblo en la liturgia (SC 14), organizando, mediante una eficiente comisión litúrgica (SC 45) [-> Organismos litúrgicos] todas las iniciativas de catequesis y de -> formación tanto del clero como de los laicos. Para ser también el modelo de esa presidencia celebrante, el obispo deberá hacer de la misa episcopal un tipo ejemplar de participación promocional, más allá de la simple fidelidad ejecutiva de los ritos y del decoro formal del ambiente. La SC 41 recuerda la gran importancia de esa vida litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la iglesia catedral; de la predicación de estas celebraciones debería brotar también la orientación para una / pastoral litúrgica de cada uno de los tiempos del año y de las fiestas.
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b) Regulación y distribución de los sacramentos, sobre todo de los de la / iniciación cristiana. En un contexto de -> secularización, la función moderadora en el campo sacramental deberá dar la primacía a la función evangelizadora (RO, c. VII, 18.29); por eso el grave problema de la predicación no puede quedar a la iniciativa individual sin una programación de itinerarios catecumenales o cuasi-catecumenales, que se indican también en el RICA. Según este ritual (RICA 44), corresponde efectivamente al obispo asumir la responsabilidad de este proceso de educación en la fe, sobre todo cuando hoy se aplica no sólo a adultos bautizados de niños, pero sin instrucción catequética (RICA, c. IV, 295-305), sino también a muchachos en la edad del catecismo no bautizados (RICA, c. V, 306-313). Además, los obispos no son sólo ministros originarios de la confirmación y únicos del orden sagrado, sino que tienen una responsabilidad en el sacramento de la penitencia, sobre todo procurando que la imagen de este sacramento adquiera una configuración menos individualista (cf. SC 27).
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c) Promoción de la oración eclesial. Al obispo compete promover la oración litúrgica de las Horas en todas las categorías de fieles, pero también presidirla en la catedral (OGLH 20), además de regular los ejercicios sagrados de su iglesia particular, que de este modo gozan de particular dignidad (SC 13). Para hacerlo no solamente debe ser maestro de oración, sino también modelo; no sólo en sentido ejecutivo, sino también creativo en la necesaria adaptación recomendada por el concilio (SC 40).
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2. EL CARISMÁTICO DE LA SÍNTESIS. Con este título se hace referencia a la primacía de la función carismática del obispo, que nace no tanto de su investidura canónica o jurídica de unos poderes, sino de la epíclesis de la ordenación que ha invocado sobre él al Espíritu de soberanía que forma jefes y pastores. Esta unión, que caracteriza la acción de los apóstoles en la iglesia naciente (He XV, 28: "el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido"), debe poderse expresar en una continua búsqueda, en prudente discernimiento, en una valiente promoción de todos los carismas que el Espíritu suscita en su iglesia: en este sentido, el obispo debe saber hacer la síntesis de los carismas, además de poseer el carisma de la síntesis. Esta síntesis carismática no es absorción, sino capacidad de reducir a lo esencial del evangelio tanto en la predicación como en el gobierno; es la fuerza del Espíritu para hacer resonar el kerygma de la fe en Cristo resucitado en todo su poder (Rom I, 16); en la dedicación continua a ejercer una paternidad en el consejo presbiteral, "no como dominadores que hacen pesar su autoridad sobre la porción de los fieles que les ha correspondido en suerte, sino sirviendo de ejemplo al rebaño" (1º Pe V, 3). El retrato más hermoso del obispo y de su acción pastoral parece ser el que traza Pablo en 2º Cor III, 2-3: hacer de su comunidad una carta escrita en el corazón de sus fieles, "no con tinta, sino con el Espíritu de Dios viviente".
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E. Lodi
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BIBLIOGRAFÍA: Alessio L., La imagen del obispo en la liturgia del aniversario de la consagración episcopal, en "Liturgia" 23 (1968) 255-314; Aroztegui F., Mención del obispo en las plegarias eucarísticas, en "Phase" 78 (1973) 505-509; Augé M., El servicio episcopal en las misas del Papa Vigilio (s. VI) .v en el Vat. II (s. XX), ib, 28 (1965) 239-243; Basset W., La competencia del obispo local en el sacramento del matrimonio, en "Concilium" 87 (1973) 47-62; Hurley D., La oración del obispo en su iglesia, en "Concilium" 52 (1970) 209-212; Jungmann J.A., El obispo y los "sacra exercitia'; ib, 2 (1965) 51-59; McManus F.R., El poder jurídico del obispo en la constitución sobre la sagrada liturgia, ib, 32-50; Oñatibia 1., Renovación litúrgica e Iglesia catedral, en "Phase" 31 (166) 46-56; Pascher J., El obispo y el presbiterio, en "Concilium" 2 (1965) 25-31; Rahner K., Sobre el episcopado, en Escritos de Teología 6, Taurus, Madrid 1969, 359-412; Sklba R.J., Obispo, plegaria y espiritualidad, en "Phase" 142 (1984) 375-384; Vagaggini C., El obispo y la liturgia, en "Concilium" 2 (1965) 7-24; Van Cauwelaert J., La oración del obispo en su comunidad, ib, 52 (1970) 213-218; Weakland R.G., El obispo y la música para el culto, en "Phase" 142 (1984) 362-373; VV.AA., Teología del episcopado (XXII Semana Española de Teología), Madrid 1963; VV.AA., Episcopado, en SM 2, Herder, Barcelona 1976, 607-639. Véase también la bibliografía de Insignias, Ministerio y Orden.

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