sábado, 25 de septiembre de 2010

¿DE QUE TIENE MIEDO LA IGLESIA?

por Juan Marín Velasco
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Por “Iglesia” se refiere a sus instancias jerárquicas; estoy seguro de que el miedo a la libertad de los creyentes de que habla el título es real. Tengo que añadir, además, que no participo en absoluto de ese miedo y que me resulta difícil explicármelo en personas que pretenden ser creyentes y que supongo que han hecho suya la visión evangélica de la Iglesia propuesta por el Vaticano II.
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La imagen de la Iglesia que ofrecen no pocos representantes de la jerarquía en sus declaraciones me ha hecho pensar más de una vez en un texto escrito por Bonhoeffer desde la prisión: “Nuestra Iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su propia subsistencia, como si fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo."
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"Por esta razón, las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer, y nuestra existencia de cristianos sólo tendrá, en la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres. Todo el pensamiento, todas las palabras y toda la organización en el campo del cristianismo, han de renacer partiendo de esta oración y de esta actuación cristianas […]. No ha terminado aún su refundición (la de la Iglesia), y cada ensayo de dotarle prematuramente de un poder organizador acrecentado no logrará sino demorar su conversión y purificación”.
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La forma de entender la Iglesia y de hacerla presente denunciada en estas líneas se corresponde con el modelo de Iglesia “sociedad perfecta”, centrado en la jerarquía, y que se entiende a sí misma como sociedad desigual, en la que los representantes de esa jerarquía, tal vez con la mejor intención personal e incluso con una subjetiva voluntad de servicio, creen desempeñar la función de intermediarios entre Dios y los hombres, y que en su nombre los enseñan, gobiernan y santifican.
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Tal comprensión de la Iglesia ha sido calificada de eclesiocentrismo cristiano. Otros la denominan “eclesiastización del cristianismo”, es decir, la sustitución en la práctica de Dios y de Jesucristo por la Iglesia como término de la adhesión, la obediencia y hasta la fe de los fieles.
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Desde semejante comprensión, casi nunca formulada explícitamente, de la Iglesia, y del lugar y la función de la jerarquía en ella, ésta se ve llevada a ignorar la dignidad de los fieles, la condición “real, sacerdotal y profética del pueblo fiel” del que el Nuevo Testamento escribe: “Vosotros, en cambio, tenéis el Espíritu de Dios y lo sabéis todo”. “En cuanto a vosotros, el Espíritu que habéis recibido de él permanece en vosotros y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe, antes bien, ese Espíritu que es fuente de verdad y no de mentira, os enseña todas las cosas”.
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Unos textos de los que el Vaticano II se ha hecho eco cuando afirma: “la totalidad de los fieles que tienen la unción del Santo no puede errar en la fe”, incluyendo en esa totalidad también a los que ejercen los diferentes ministerios.
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La comprensión por la jerarquía de su ser y su misión en el marco de un cristianismo eclesiastizado la lleva a ignorar la posibilidad de una experiencia del Espíritu por los fieles, a no tener en cuenta su sentido de la fe, y a no admitir otros modelos de santidad que los representados por personas que han mantenido y sancionan el modelo de Iglesia reconocido por ella.
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En esta situación, lo que la jerarquía de la Iglesia teme en relación con los creyentes conscientes del margen de libertad que les otorga el don del Espíritu, y su condición de hijos de Dios, es que la experiencia liberadora de ese Espíritu por su parte ponga de manifiesto, como hicieron profetas y místicos de otros tiempos, lo humano y demasiado humano, lo artificioso del sistema eclesiástico en que está instalada, con los peligros que para esa instalación suponen sus voces, acreditadas por la autenticidad de sus vidas y el sentido evangélico de sus palabras.
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¿Cuál es entonces el miedo de la jerarquía a este respecto? Para una interpretación malévola y hecha desde fuera de la Iglesia, el de que la denuncia que esas voces conllevan ponga en peligro la situación de privilegio que otorga a la jerarquía la instalación en ese sistema. Para los que, desde el interior de la Iglesia y conscientes de nuestras propias limitaciones, preferimos la benevolencia para con las personas, el miedo a que se desmorone la comprensión de la institución y la institución misma, que les parece indispensable para que perdure la Iglesia de Jesucristo.
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