sábado, 30 de octubre de 2010

CRISTO NO PIDE DOCUMENTOS... CRISTO DE TODOS Y PARA TODOS

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En estos tiempos que corren en el que los detentadores y monopolizadores de la Doctrina extienen credenciales de Cristianismo y anatemas a quienes consideran herejes (casi todo el mundo menos ellos…) conviene leer textos como este que se titula Cristo no pide documentos del libro El Dios en quien no creo de Juan Arias.
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No puedo negarlo; cada vez que me encuentro con una persona que a pesar de vivir al margen de alguna religión o de actuar al margen de su apostolado jerárquico, me cita con calor, con convicción, con amor una palabra de Cristo, siento que algo me quema dentro de alegría. Indica, en el fondo, que Cristo es más grande que nosotros y que la misma religión o las iglesias; que si las cristiandades mueren o se marchitan, el Evangelio sigue siendo una cantera de donde pueden extraerse siempre nuevas realidades y nueva vida.
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Solemos decir: mi iglesia es Cristo; pero en realidad sería más justo decir: Cristo es mi iglesia. Son dos cosas distintas, a mi entender. Decir que mi iglesia, o tu iglesia, es Cristo puede llevarnos al error de echar sobre los hombros de Cristo todas las debilidades, las imperfecciones, los desaciertos y los pecados de las iglesias en su camino.
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Sin embargo nunca nos engañaremos diciendo que Cristo es la Iglesia: es decir, que sólo lo que existe en Cristo, lo que sintoniza con su persona y su mensaje, no lo que contrasta con él, eso es la Iglesia. No puede existir en la Iglesia nada que no tenga vida en Cristo, ni hay un solo rasgo de Cristo que no deba hallarse en la verdadera Iglesia Cristiana.
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Por eso si contemplo a Cristo, encuentro todo lo que deber ser la Iglesia; pero si miro a la iglesia en sus actuaciones, en sus hombres, no siempre veo la cara de Cristo.
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Por eso el esfuerzo deberá consistir cada vez más en poner a Cristo en el centro de nuestra Fe y, a partir de Él, con una cruda desnudez de todo lo demás, hacer nuestro examen de conciencia acerca de “nuestra” iglesia.
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Así, cuanto veo en Cristo puedo hacerlo mi iglesia; puedo sentirlo mi iglesia sin miedo, sin problemas. ¡Todo! Su deseo heroico de realizar la voluntad de su padre; su defensa del hombre personal, caído, débil, humillado; su actitud crítica, casi provocativa, contra toda estructura religiosa o civil que este impregnada de fariseísmo y atente contra la autenticidad; su exigencia heroica en el amor que alcanza hasta el enemigo; su concepto revolucionario del poder y de la autoridad exigiendo que el mayor se convierta en el más pequeño y sirva a todos; su desafío al mundo del poder y del dinero confiando más en la pobreza y en la humilde y tenaz confianza en el Padre común; su falta de arrepentimiento frente al don de la libertad concedida al hombre con todas sus terribles y magnificas consecuencias, etcétera.
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Pero si miro a la Iglesia no siempre puedo decir que es Cristo, que revela a Cristo; porque Cristo fue pobre; él y su comunidad primera; porque Cristo no excomulgó a nadie: él mismo dio con su mano la comunión a Judas a quien conocía traidor; porque Cristo confió más en el Espíritu Santo que en la ciencia o en poder o en la diplomacia para la extensión de su Reino; porque nunca claudicó ante las exigencias de ninguna política; porque nunca acepto la espada para defender no ya su doctrina sino ni siquiera su persona; porque Cristo fue siempre libre y defensor de todas las libertades más legítimas predicando la verdad y toda la verdad sin miedo al riesgo; porque no se avergonzó de predicar las bienaventuranzas sino que las hizo carne propia: era un pobre, fue perseguido, repartió la paz.
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Y sobre todo porque Cristo dijo claramente una verdad que nos está costando aceptar a no pocos hombres y mujeres que nos decimos cristianos: El que no está contra ustedes, está con ustedes (Lucas IX, 50). Quizás pocas veces como hoy tengan un sentido actualidad estas palabras de Cristo. El movimiento desencadenado en el mundo hacia la búsqueda de los principios básicos del Cristianismo que puedan salvar a la presente generación a muchos hombres y mujeres de hoy que no son “de los nuestros” a invocar también ellos el nombre y la doctrina de Cristo.
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Y nosotros con frecuencia nos rebelamos, aunque realicen milagros, por el mero hecho de que no son de los nuestros. Y sin embargo las palabras de Cristo son tajantes y nadie será capaz de ahogarlas. A veces nos gustaría amordazarlas para que no gritaran, pero ellas están ahí, siempre vivas, como la mejor defensa de los sinceros, como una prueba irrefutable de que Cristo, su nombre bendito, su fe en él, en su persona real y presente entre nosotros, es más grande que la Iglesia misma y no está monopolizada por ninguno.
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El texto evangélico, que hoy merecería una especial meditación por parte de no pocos religiosos dice textualmente: “Juan empezó a decirle: Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y hemos tratado de impedírselo, porque no viene con nosotros. Pero Jesús dijo: no se los impidas, porque el que no está contra ustedes, está con ustedes(Lucas XI, 49-50).
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El texto paralelo de Marcos añade: Ninguno que haga un milagro en mi nombre hablará luego mal de mí. Ambos textos recuerdan el pasaje de Números XI, 26 "Habíanse quedado en el campamento dos de ellos, uno llamado Eldad y otro llamado Medad; y también sobre ellos se posó el espíritupero no se presentaron en el tabernáculo y se pusieron a profetizar en el campamento. Corrió un mozo a avisar a Moisés, diciendo: Eldad y Medad están profetizando en el campamento. Josué, hijo de Nun, ministro de Moisés desde su juventud, dijo: mi señor Moisés, impídeselos. Y Moisés le respondió: ¡Ojalá que todo el pueblo de Yahvé profetizara y pusiese Yahvé sobre ellos su espíritu!".
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Moisés no se escandalizó de que también profetizaran aquellos a quienes él no había impuesto las manos porque sabía que Yahvé era más grande que él y podía enviar su espíritu libremente a cualquiera. Y su corazón grande y sencillo se alegro de ello.
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En los evangelios de Lucas y Marcos este incidente de Juan con el maestro viene inmediatamente después de la lección que el maestro les da a los apóstoles acerca de la humildad evangélica, presentándose él mismo bajo la imagen de un niño indefenso y afirmando solemnemente: “El menor entre ustedes será el más grande”.
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La tentación de ambición sacudía ya a los mismos apóstoles. Cristo la corta de raíz. Una tentación que no apagará sus ardores a lo largo de los siglos y que seguirá golpeando a la puerta de tanto que practicamos el cristianismo. Una tentación que cristalizará tantas veces en ansia de poder, de grandeza, de dominio, de monopolios para las iglesias. Esa tentación que Pablo VI advirtió dentro de la Iglesia Católica y contra la que luchó con un esfuerzo titánico.
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Si al apóstol Juan le molestaba ya el que alguien que no iba con ellos hiciera milagros aunque fuera en nombre de Cristo; si no sólo le molestaba sino que trataba de impedírselo abusando de su autoridad de apóstol, no es extraño que a lo largo de la historia se haya repetido la tentación en las iglesias y hayamos condenado y prohibido, más de una vez, hacer uso del nombre de Cristo, de su palabra, de su doctrina a quienes “no eran de los nuestros”.
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Pero si no hemos de extrañarnos de estas debilidades y tentaciones tampoco podemos ignorar que las palabras de Cristo siguen siendo actuales y vivas: “No se los impidas”. Cristo sale en defensa de la libertad de todo aquel que honradamente busca el bien de su hermano, de todo aquel que arroja cualquier demonio que esclavice al hombre, de todo aquel que descubre la verdad en nombre de aquel que es la verdad misma.
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Es un mandamiento de Cristo y a mi juicio grave y solemne: “No se los impidas”. Todo el que no esta está en contra de tu iglesia está con ella, sobre todo si invoca el nombre, la fuerza, el mensaje de Cristo.
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¡Que lejos estaba Cristo de exigir, para poder realizar el bien, insignias, carnets y afiliaciones de cualquier tipo!
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Cristo admite que, en su nombre, puede hasta hacer milagros quien no pertenece a su Iglesia jerárquica. Es la visión de un Cristo que no tiene fronteras, que siembra en todos los campo; un Cristo que es de todos; un Cristo presente en el corazón de quien le invoca.
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¿Podemos decir que hemos profundizado del todo esta verdad del Evangelio? ¿Qué la hemos hecho realidad en nuestro trabajo apóstolar? Todas las iglesias cristianas han tenido muy presente este versículo en algún momento de su desarrollo evangélico. Y algunos resultados han sido realmente sorprendentes. Pero, en la práctica cotidiana, en las iglesias y religiones concretas queda aún mucho por recorrer has que nos hayamos atrevido a dar luz verde, con fe, con inquebrantable esperanza, al “¡no se lo impidas!” de Cristo.
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Por que la realidad es que la tentación de Juan sigue viva entre nosotros.
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Nos sigue molestando, y buscamos mil excusas para prohibir que en nombre de Cristo se hagan milagros, echen demonios, empujen la conquista de los derechos humanos y hasta religiosos a:
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-Personas que no son cristianas pero que invocan a Cristo (como puede ser un musulmán).
-Personas que no son cristianas, católicas o evangélicas pero que profesan un fe viva en Cristo (los monjes de Taizé).
-Personas que, llamándose ateas, invocan y realizan en más de un aspecto la doctrina de Cristo (los marxistas sinceros).
-Personas que, sin pertenecer a ninguna acción religiosa específica, a ninguna institución religiosa, sin ningún nombramiento jerárquico y oficial, pero sí en nombre de Cristo, de la fe que tienen en él, del amor que les quema las entrañas y hasta de los mismos carismas extraordinarios que de él han recibido, hacen verdaderos milagros; obran conversiones; transforman las conciencias; reparten la alegría pascual; descubren la fraternidad universal; revelan la tremenda dignidad del hombre; luchan por madurarlo en el ejercicio de la libertad creadora que hace al hombre colaborador directo y amigo íntimo de Dios; abren caminos nuevos en la búsqueda de formas de vida que sean más conformes no sólo a las exigencias del hombre nuevo sino del mismo Evangelio.
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Limitándonos a este último punto hay que ser sinceros y afirmar que la tentación y el pecado de Juan de prohibir “hacer milagros” a los que no eran de su compañía, asedia continuamente a más de uno de líderes religiosos de cualquier denominación cristiana.
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Si tuviéramos el coraje de aplicar con valentía el criterio evangélico de Cristo en Lucas y Marcos, no caeríamos tantas veces en el pecado de matar tantas iniciativas del Espíritu; de esterilizar tantos esfuerzos heroicos de almas realmente santas; de sofocar tantos dones que el buen Dios sigue repartiendo para enriquecer a su Iglesia porque sus manos no se han secado y porque, en frase de Pablo, su medida sigue siendo la “superabundancia”; sobre todo con los pequeños, con los libres de espíritu, con los que no temen a la luz porque tienen los ojos llenos de hambre de verdad; con los que son capaces de descubrir la presencia de Dios en las pequeñas cosas que florecen cada día a nuestro alrededor.
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Bastaría que, frente a la persona o al movimiento que realiza “milagros”, que abre caminos nuevos, que arrastra al pueblo de Dios a la búsqueda de una iglesia más de Cristo y menos nuestra nos preguntáramos sencillamente: ¿Está contra Cristo? ¿Está contra el cristianismo? ¿Lo qué hace, lo hace en nombre de Cristo? Todo lo demás no cuenta. Si la fuerza para hacer el milagro le viene de un don especial o de un esfuerzo de su voluntad, poco importa. Si el milagro se realiza y se realiza en nombre de Cristo, allí está Dios y allí está su iglesia; porqué el que no está contra Cristo está con él.
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“¡No se lo impidan!” ¡Que mandamiento cargado de esperanza! ¡Y es de Cristo! ¡Y a sus apóstoles!
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