por José María Castillo
(Doctor en Teología y ex Sacerdote Jesuita)
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.Me refiero concretamente a las vocaciones para el presbiterado. Lo estamos viendo y palpando: cada día hay menos seminaristas, menos curas y muchos de los que van quedando son ya mayores con las consiguientes e inevitables limitaciones que eso lleva consigo. Las estadísticas en Europa, Estados Unidos e incluso ya en América Latina son muy preocupantes. A este paso, dentro de diez años, la situación será insostenible.
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Por otra parte, la Iglesia entera debería tener siempre muy presente la severa afirmación que hizo el concilio Vaticano II: "todos los fieles cristianos tienen el derecho de recibir de los sagrados pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos" (LG 37, 1). Un derecho que además quedó recogido y ratificado en CIC, canon 213. Ahora bien, este derecho se está quebrantando gravemente en este momento porque, como es bien sabido, hay miles de pueblos y aldeas en los que no hay un sacerdote que enseñe el catecismo, que explique el Evangelio, que celebre la eucaristía, que visite a los enfermos, que atienda a los necesitados, etcétera.
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Así las cosas, la pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿tiene la jerarquía eclesiástica autoridad para establecer unas condiciones, de acceso al ministerio presbiteral, que, tal como hoy está la vida y la sociedad, de esas condiciones se sigue inevitablemente que a miles y miles de cristianos se les priva de un derecho que es inherente a la condición misma y al ser del cristiano? Por tanto, ¿no hay motivos suficientes para pensar que la jerarquía eclesiástica está abusando de un poder que entra en conflicto con un derecho fundamental de los fieles cristianos?
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La respuesta a estas preguntas no se puede despachar con la fácil escapatoria de quienes dicen que la falta de vocaciones no depende de los obispos, sino que es un problema cuyas raíces están en la secularización de la sociedad, en el laicismo imperante, en la educación atea que se les da a tantos jóvenes, en el hedonismo y materialismo que invaden las costumbres, etc. ¿Qué más quisiéramos que tener muchas y buenas vocaciones sacerdotales? Pero, ¿si Dios no las manda...? ¿O si lo que ocurre es que los jóvenes no responden a la llamada divina? ¿Qué podemos hacer nosotros ante un problema cuya solución no depende de nosotros?
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Insisto en que este tipo de razonamientos no son sino una fácil escapatoria. Tan fácil como falsa. ¿Por qué? Porque la jerarquía eclesiástica puede perfectamente modificar las condiciones de acceso al ministerio ordenado. Otra cosa es que se considere intangible el procedimiento actual. Y el actual concepto que tenemos de lo que es una vocación al ministerio eclesiástico. ¿Estamos seguros de que esto es lo que Dios quiere?
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No podemos tener esta seguridad. Por la sencilla razón de que en la Iglesia, durante siglos, las cosas se hicieron de otra manera. Es decir, durante cientos de años, fue distinta la idea que se tenía de lo que es una vocación al sacerdocio. Y fue distinto, por tanto, el procedimiento para elegir y designar a quienes podían y debían ser ordenados de presbíteros o de obispos. Hoy tenemos la idea de que la vocación es una "llamada de Dios", a la que, quien es llamado, debe responder con generosidad. Hasta el siglo XI, no era básicamente una llamada de Dios, sino una "llamada de la comunidad" cristiana. De forma que está abundantemente documentado que quienes se presentaban al obispo diciendo que habían sentido la llamada del Señor, a esos precisamente era a los que normalmente nunca se ordenaba. Mientras que la norma establecida era que las ordenaciones sacerdotales, en la Iglesia antigua, tenían que ser ordenaciones "invitus" y "coactus", es decir, las ordenaciones de aquellos que se resistían, que no querían, ser ordenados. Y lo eran porque era la comunidad la que veía y discernía quién era o no era el sujeto adecuado para ejercer el ministerio pastoral. Además, es importante saber que esta práctica no era una "recomendación", sino una "norma" establecida en los sínodos y en los concilios; la norma que, por todas partes, enseñaban los padres de la Iglesia y explicaban los teólogos. La enorme documentación, que existe sobre este asunto, ha sido recogida y razonada, entre otros, por Y. Congar ("Ordinations invitus, coactus de l’Église antique au canon 214"; en la "Rev. Sc. Phil. Et Théol." 50 (1966) 169-197). Todavía el "Decreto" de Graciano (s. XI) recoge la tradición de los siglos anteriores con esta fórmula: "Locus regiminis, sicut desiderantibus est negandus, ita fugientibus est offerendus" (can. 9, q. 1 C. VIII (col. 592)): "El puesto de gobierno, así como ha de ser negado a quienes lo desean, se debe ofrecer a los que lo rechazan".
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Era otra mentalidad. Ser cura, ser obispo, no era una dignidad ni un honor, sino una carga. Y una carga pesada. Esto, ante todo. Pero, más que nada, lo que se tenía en cuenta era el criterio y el juicio de la comunidad (parroquia, diócesis), en la que iba a ejercer el ministerio el nuevo candidato. Y, como es lógico, quienes mejor sabían quién era el sujeto que mejor reunía las condiciones convenientes para la parroquia o la diócesis, eran los ciudadanos y feligreses con los que el candidato iba a trabajar. Era, por tanto, otro modelo organizativo de Iglesia. Una Iglesia menos centralizada, que miraba más al pueblo que a Roma o a la Curia Diocesana. Y era, en consecuencia, una Iglesia cercana, unida y hasta fundida con el pueblo, con la gente, con las necesidades y esperanzas de los fieles cristianos. Es evidente que todo esto se podría hacer hoy. Se tendría que hacer ya. Y si no se hace, me parece que tenemos razones suficientes para pensar que el motivo del actual inmovilismo, ante una situación tan grave y tan preocupante, no es otro que el deseo de mantener un poder sobre la gente, sobre los laicos, de los que la jerarquía no se fía y cuyas necesidades, carencias y esperanza no toma en serio. Se tiene miedo a que la gente pida que se ordene de sacerdote a un hombre casado. Se tiene más miedo aún a que la gente quiera que se ordene a una mujer. Y así sucesivamente. ¿Por qué tantos miedos? ¿Y no nos da miedo la soledad, el desprestigio y el desamparo en que se está quedado la Iglesia?
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